Es urgente depurar la técnica
normativa, y preconizar un uso adecuado y correcto de ella -mejorando la
cognoscibilidad del Derecho, como se señaló en el dictamen del Consejo de
Estado 621/2004, de 20 de mayo-, para con ello intentar frenar el “crepúsculo
del arte legislativo”, como de forma poética lo denominó Viandier, expresión
ésta que ha tenido éxito, al haber sido luego empleada por otros autores, como,
por ejemplo, Gascón Abellán y Cano Bueso.
Y es que son muy numerosas las imperfecciones
formales que arrastran los anteproyectos o proyectos de normas, al ser
frecuente el desconocimiento total por sus redactores de las sabias máximas que
se recogía en textos como el Fuero Juzgo: El
Fazedor de las leyes debe fablar poco e bien, e non debe dar juicio dubdoso,
mas lano e abierto; que todo lo que saliere de la ley, que lo entiendan luego
todos los que lo oyeren e que lo sepan sin toda dubda sin nenguna gravedumbre”.
O en la Novísima Recopilación :
“(…) la ley (…) es también para los sabios como para los simples, y es asi
para poblados como para yermos; y es guarda del Rey y de los Pueblos. Y debe
ser manifiesta, que todo hombre la pueda entender, y que ninguno por ello
resciba engaño y que sea convenible á la tierra y al tiempo, y honesta, derecha
y provechosa”.
Y no sólo es que las ignoren, es
que, más bien, parecen actuar como ese filósofo de la conocida anécdota, que
dictando un texto a su secretaria, al terminar le pregunta: ¿Le parece a usted
que queda bastante claro?. Y, ante la respuesta afirmativa de ésta, responde:
Entonces oscurezcámoslo más.
Nos seguimos encontrando, en
suma, con una multitud de normas que desconocen de forma palmaria los más
mínimos criterios de racionalidad técnica a la hora de concebirlas y
estructurarlas, así como las prudentes recomendaciones recogidas por Bentham en
su obra Tratados de legislación civil y
penal, lejanas en el tiempo pero aun siguen conservando su plena validez,
de que:
“El fin de las leyes es dirigir
la conducta del ciudadano y para que esto se verifique son necesarias dos
cosas: primero, que la ley sea clara, esto es que ofrezca al entendimiento una
idea que representa exactamente la voluntad del legislador; segundo, que la ley
sea concisa para que se fije claramente en la memoria. Claridad y brevedad son
pues las dos cualidades esenciales. Todo lo que contribuye a la brevedad
contribuye también a la claridad”.
Comparto la imprescindible
necesidad de cumplimiento y acatamiento de estos principios, también
auspiciados por Neumark desde la perspectiva tributaria, en aras a alcanzar
unas normas que se entiendan, que sean eficaces y que, por ello, puedan ser
cumplidas de forma efectiva.
Y mucho más estaría de acuerdo
con dichas recomendaciones -aunque mi renuencia viene propiciada, sin duda, por
otros intereses- si Bentham se hubiese
detenido en lo ya señalado y no hubiese añadido como conclusión que este
proceder, al permitir que las leyes fuesen inteligibles para los ciudadanos,
conduciría a que ya “no se necesitarán escuelas de derecho para explicarlo, ni
catedráticos para comentarlo, ni glosarios particulares para entenderlo, ni
casuistas para desatar sus sutilezas”.
Esto al margen, estimo incluso
que la brevedad debiera ser, en todo caso, la guía a seguir en la elaboración
de las normas, de acuerdo con la cínica frase de un conocido humorista español
que solía afirmar, parafraseando a Baltasar Gracián: “Sed breves. Lo malo si
breve dos veces menos malo”.
El desatender tan prudentes y sabios
consejos, que es lo que sucede en la gran mayoría de los casos, es grave ya
que, como bien ha escrito Martín Moreno, la trascendencia de los buenos usos en
el lenguaje jurídico rebasa el terreno de las formas para adentrarse en el de
la sustancia, en el ser mismo del Derecho.
No en vano Laporta San Miguel ha
escrito que la prioridad epistémica del lenguaje sobre el Derecho supone que
una correcta redacción de las normas es la puerta de entrada al contenido de
esas normas, debiendo reseñarse a este respecto que una correcta técnica
normativa constituye un instrumento muy valioso al servicio del principio de
seguridad jurídica, tal como también se ha señalado, entre otros autores, por
López Guerra y Meseguer Yebra, y por el Consejo de Estado en numerosos
Dictámenes, siendo muy ilustrativos en este sentido los núms. 621/2004, de 20
de mayo, y 803/2006, de 22 de junio.
Por desgracia, el TC -al margen
de lo que afirmó en su Sentencia150/1990, de 4 de octubre, en cuyo F.J. 8º se
puso de relieve lo importante que es el empleo de una depurada técnica jurídica
en el proceso de elaboración de las normas- poco ha contribuido a esta
imprescindible mejora de la técnica legislativa.
Más bien todo lo contrario, como
se comprueba, entre otras muchas que también podrían citarse, de la lectura de
sus sentencias 109/1987, de 29 de junio, en la que se declaró que el juicio de constitucionalidad no lo es de
técnica legislativa; 164/1995, de 13 de noviembre, en
la que se manifestó que la imperfección técnica no es causa de invalidez; 195/1996,
de 28 de noviembre, en la que se afirmó que el
juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa, y que
el control jurisdiccional de la
Ley nada tiene que ver con su depuración técnica; 225/1998,
de 23 de noviembre, en la que se señaló que no corresponde a la jurisdicción
constitucional pronunciarse sobre la perfección técnica de las leyes;
y 273/2000, de 15 de noviembre, en la que se declaró que no
puede afirmarse que los defectos de técnica legislativa en que haya podido
incurrir un precepto hayan redundado -si bien se precisaba “en la presente
ocasión”, de donde puede desprenderse que en otras sí puede ocurrir-, en una
merma de la vertiente objetiva de la seguridad jurídica o certeza del Derecho.
Debido
a ello es particularmente importante la tarea realizada a este respecto por los
órganos consultivos -el Consejo de Estado en especial, aunque también es muy
elogiable la tarea desarrollada por los órganos consultivos autonómicos-, que
se han ocupado de esta cuestión en numerosas ocasiones, y sobre los más
diversos aspectos.
Así, v. gr., exigiendo que el título o denominación de las normas
jurídicas sea lo más claro posible, exigencia ésta también requerida por la
regla 7 del Acuerdo del Consejo de Ministros de 2005 sobre buena técnica
normativa, en la que se indicó que el nombre de una disposición debe reflejar con exactitud y precisión la
materia regulada, de modo que permita hacerse una idea de su contenido y diferenciarlo del de cualquier otra disposición.
Un ejemplo de mala técnica legislativa en esta materia
viene constituido, entre otros muchos, por la “Ley 22/2005, de 18 de noviembre, por el que se incorporan al
ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias en materia de
fiscalidad de productos energéticos y electricidad y del régimen fiscal común
aplicable a las sociedades matrices y filiales de estados miembros diferentes,
y se regula el régimen fiscal de las aportaciones transfronterizas a fondos de
pensiones en el ámbito de la UE ”.
Como
se señaló, entre otros, en los Dictámenes del Consejo de Estado 1546/1994, de 1
de agosto, 4176/1996, de 12 de diciembre, y 3024/1999, de 30 de septiembre, las
Leyes no están exclusivamente destinadas a los juristas ni a los especialistas,
sino principalmente a los ciudadanos, sus verdaderos destinatarios, por lo que
parece evidente que el título de esta
Ley, además de ser muy extenso, utiliza una terminología con la que
difícilmente puede familiarizarse el ciudadano “normal” o “medio”, que con tal
denominación seguramente desconocerá completamente cuál es el contenido concreto de esta Ley.
En
la misma línea en el Dictamen 43541,
de 28 julio 1981, se indicó que: “La claridad es otra cualidad indispensable de
un buen Reglamento, y casi la única que justifica su existencia en un régimen
político donde impera el principio de legalidad, pues de o que se trata es de
desarrollar los preceptos escuetos de la ley para descender al detalle, colmar
las lagunas y eliminar las dudas. De ahí que los Reglamentos, y más los
Reglamentos fiscales (…) deban redactarse -sin merma del rigor jurídico- con
una terminología sencilla, fácilmente comprensible, pensando que el verdadero
destinatario de la norma no es el inspector, sino el contribuyente”.
Se
ha de huir, por tanto, de términos y expresiones de difícil comprensión.
Véanse, v. gr., los Dictámenes del Consejo de Estado 44426, de 30 septiembre 1982, 6270/1997, de 23 diciembre, y 4490/1998,
de 3 diciembre, en el que se manifestó: “El proyecto que se dictamina ahora, es un caso arquetípico de confusión
y falta de claridad por las continuas remisiones nominativas a las
disposiciones comunitarias. En definitiva, todas las normas deben tener un
componente de solidez y garantía que eviten su transformación en lo que se ha dado
en llamar “derecho gaseoso, blando o borroso”, lo cual no deja de constituir un
elemento de degradación de las normas. O dicho de otra forma, toda norma debe
ser, en lo posible, un punto final de un proceso detenido de reflexión y
análisis y en la que se utilice una técnica normativa depurada y limpia,
evitando la confusión y la farragosidad”.
Y se añadió, en el Dictamen 1016/2000, de 18 de
mayo, que resulta del todo punto necesario que las normas tengan un significado
preciso que sea fácilmente comprensible; siendo igualmente rechazable la utilización
abusiva de conceptos jurídicos indeterminados, tal como, por ej., se indicó en
el Dictamen 1644/1999, de 3 de junio.
También se ha indicado que debe evitarse en la
medida de lo posible la reproducción de
preceptos legales en un reglamento, al haberse indicado -véanse, por
ej., los Dictámenes del Consejo de
Estado 44119, de 25 marzo 1982, 44669, de 14 octubre 1982, 47764, de 24
julio 1985 y 998/1998, de 12 de marzo- que deben reducirse las
reproducciones del texto legal, estrictamente, a aquellos supuestos en los que
el reglamento proyectado pretende completar o desarrollar la Ley , prescindiendo de aquellos
preceptos que suponen sin más una reiteración de la norma legal, y, de aquellos
artículos que reproducen el contenido de un artículo de la Ley introduciendo algún
término o expresión que la disposición legal reproducida no contiene.
Y
lo propio sucede con las remisiones normativas, ya que esta técnica, si bien confiere
precisión y simplicidad al texto, y, evita las repeticiones, también es cierto
que puede disminuir su claridad y comprensión, por lo que su utilización debe
reducirse todo lo posible a fin evitar que la norma pierda su inteligibilidad.
Véase, por ej., el Dictamen del Consejo de Estado 1446/1999, de 1 de julio, en el que se afirmó, refiriéndose a la
técnica normativa seguida en la
Ley del IVA, que: “deberían reducirse en todo lo posible las
remisiones normativas, tanto las externas como internas, y, en cualquier caso,
hacerse con indicación de la materia de que se trate, mencionando correcta e
íntegramente el título de la disposición a la que se remiten, y evitando las
remisiones de segundo grado”.
Aunque
los argumentos a favor de reglamentar una Ley mediante un texto único, ni
tienen validez general incondicionada, ni neutralizan la lógica jurídica que, a
veces, puede hacer aconsejable e incluso necesaria la articulación de varios reglamentos,
el Consejo de Estado siempre se ha pronunciado afirmando que lo más pertinente
es el desarrollo integral de las Leyes en un solo texto reglamentario, para así
garantizar mejor la seguridad jurídica y la coherencia interna de aquéllas, al
ser más difícil que se realicen distorsiones y desviaciones en un reglamento
único y completo que en una pluralidad de reglamentos parciales. Véanse, entre
otros, los Dictámenes del Consejo de Estado 42750, de 26 junio 1980, 42751, de 3 julio 1980, 43541, de 28 julio 1981,
44426, de 30 septiembre 1982, 45284, de 15 mayo 1983, 48005, de 11 julio
1986, 53138, de 9 marzo 19895, 39/1992,
de 9 de julio, 1652/1995, de 27 de
julio, 2774/1995, de 14 de diciembre, y 4776/1997, de 2 de octubre.
Útil es también la recomendación del Consejo de
Estado, recogida, entre otras, en sus Dictámenes 46976, de 29 noviembre 1984,
294/1993, de 8 de julio, y 497/1994, de 16 de mayo, relativa a la distinción
que debe mantenerse entre un reglamento y el Real Decreto por el que mismo se
apruebe, habiéndose señalado que: “Llevando a sus últimas consecuencias la
distinción entre el instrumento formal que aprueba una determinada regulación -el
Decreto aprobatorio- y el contenido sustantivo de esta última -el Reglamento en
cuestión- las disposiciones complementarias (adicionales, finales y
transitorias) deben figurar en el Decreto aprobatorio”.
Las Disposiciones derogatorias han de ser expresas, completas y
terminantes. Expresa, porque se han de consignar las normas que quedan total o
parcialmente derogadas; completa, porque no cabe dejar parcialmente vigente,
sin citarla, una norma anterior sobre la misma materia, y terminante, es decir,
no condicionada ni “en tanto en cuanto se oponga”. Véanse, por ej., los Dictámenes del Consejo de Estado 43541, de 28 julio 1981, y 3445/1996, de 3 de octubre.
Clemente
Checa González
Catedrático
de Derecho financiero y tributario