domingo, 29 de enero de 2012

LOS CONTRIBUYENTES DEL IRNR

De acuerdo con el artículo 5 del TR de la LIRNR, aprobado por RDLegis. 5/2004, de 5 de marzo, contribuyentes por este impuesto son:
a) Las personas físicas y entidades no residentes en territorio español, que obtengan rentas en el mismo, salvo que fuesen contribuyentes por el IRPF.
b) Las personas físicas que sean residentes en España por alguna de las circunstancias previstas en el art. 9.2 Ley 35/2006, de 28 de noviembre, del IRPF y de modificación parcial de las Leyes de los Impuestos sobre Sociedades, sobre la Renta de No Residentes y sobre el Patrimonio, en el que se precisa que no se considerarán contribuyentes en el IRPF, a título de reciprocidad, los nacionales extranjeros que tengan su residencia habitual en España, cuando esta circunstancia fuese consecuencia de alguno de los supuestos establecidos en el art. 10.1 de citada Ley 35/2006 y no proceda la aplicación de normas específicas derivadas de los tratados internacionales en los que España sea parte.
Véase, por ej., la Res. DGT núm. 2414/2010, de 11 noviembre, en la que -en relación con una sociedad, domiciliada en España, que había contratado a una persona de nacionalidad francesa, con residencia permanente en Francia, con contrato indefinido cuyo objeto era la captación de clientes europeos excluyendo los existentes en territorio español, no teniendo dicha empresa sucursales ni delegaciones en Francia- se señaló que si el trabajador no fuera contribuyente por el IRPF en España, será contribuyente del IRNR, de acuerdo con el art. 5.a) del TRLIRNR. Ahora bien, si el trabajador acredita su residencia en Francia, con la aportación de un certificado de residencia expedido por la Autoridad fiscal francesa, habrá que tener en cuenta lo dispuesto en el art. 15 del Convenio entre el Reino de España y la República de Francia a fin de evitar la doble imposición y prevenir la evasión y el fraude fiscal en materia de impuestos sobre la renta y el patrimonio, de 10 octubre 1995, según el cual las rentas percibidas por el trabajador residente en Francia, cualquiera que sea su nacionalidad, por el trabajo ejercido en ese mismo país, tributarán exclusivamente en Francia. Sin embargo, la renta obtenida por el trabajador por el empleo ejercido en España, teniendo en cuenta que se pagan por un empleador español, podrá someterse a imposición en España. 
c) Y las entidades en régimen de atribución de rentas a que se refiere el artículo 38 del TRLIRNR.
Dicho artículo 38 señala que cuando una entidad en régimen de atribución de rentas constituida en el extranjero realice una actividad económica en territorio español, y toda o parte de la misma se desarrolle, de forma continuada o habitual, mediante instalaciones o lugares de trabajo de cualquier índole, o actúe en él a través de un agente autorizado para contratar, en nombre y por cuenta de la entidad, será contribuyente del IRNR y tendrá que presentar una autoliquidación anual.
Contribuyentes por el IRPF son, de acuerdo con el art. 8 de la ya citada Ley 35/2006, de 28 de noviembre:
--- Las personas físicas que tengan su residencia habitual en territorio español.
--- Las personas físicas que tengan su residencia habitual en el extranjero por alguna de las circunstancias previstas en el art. 10 de dicha Ley 35/2006, de 28 de noviembre, en el que se señala a este respecto:
Que se consideran contribuyentes por el IRPF las personas de nacionalidad española, su cónyuge no separado legalmente e hijos menores de edad que tuviesen su residencia habitual en el extranjero, por su condición de: a) Miembros de misiones diplomáticas españolas, comprendiendo tanto al jefe de la misión, como a los miembros del personal diplomático, administrativo, técnico o de servicios de la misma; b) Miembros de las Oficinas consulares españolas, comprendiendo tanto al jefe de las mismas como al funcionario o personal de servicios a ellas adscritos, con excepción de los vicecónsules honorarios o Agentes consulares honorarios y del personal dependiente de los mismos; c) Titulares de cargo o empleo oficial del Estado español como miembros de las delegaciones y representaciones permanentes acreditadas ante organismos internacionales o que formen parte de delegaciones o misiones de observadores en el extranjero, y d) Funcionarios en activo que ejerzan en el extranjero cargo o empleo oficial que no tenga carácter diplomático o consular.
Véase, por ej., la Res. DGT núm. 609/2009, de 25 de marzo, en la que se afirmó que los miembros del personal administrativo, técnico o de servicios contratados por la embajada y los consulados de un Estado extranjero que sean residentes en España, son contribuyentes por el IRPF, salvo que resulte de aplicación lo dispuesto en el art. 9.2 Ley del IRPF; añadiendo que este tratamiento es respetuoso con lo dispuesto en la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, de 18 abril 1961 y por la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, de 24 abril 1963, al limitarse éstas a declarar exentas en el Estado de destino las retribuciones que perciban los empleados de las Embajadas y Consulados de Estados extranjeros, salvo que dichos empleados tuvieran la nacionalidad o su residencia permanente en el Estado de destino.
No pierden su condición de contribuyentes por el IRPF las personas físicas de nacionalidad española que acrediten su residencia fiscal en un país o territorio calificado reglamentariamente como paraíso fiscal, regla esta que se aplicará en el período impositivo en que se efectúe el cambio de residencia y durante los cuatro períodos impositivos siguientes.
De manera incidental hay que indicar que este mandato legal –dictado, como es obvio, con la finalidad de combatir el fraude- presenta, sin embargo, aspectos muy cuestionables, toda vez que la circunstancia de que una persona decida, voluntaria y libremente, trasladarse a residir en un país o territorio calificable como paraíso fiscal, y lleve a cabo de manera real y efectiva dicho traslado, es legítima, y no es constitutiva de fraude de ley, sino que encaja en la denominada economía de opción.
A tenor del art. 6 TRLIRNR, la residencia en territorio español se determina, para las personas físicas, conforme a lo dispuesto en el art. 9.1 de la Ley 35/2006, de 28 de noviembre, y, para las entidades, según lo establecido al respecto en el art. 8.1 del TRLIS.
Dicho art. 9.1 Ley 35/2006 señala que se entiende que el contribuyente tiene su residencia habitual en territorio español -véase a este respecto, entre otras, las Ress. DGT núms. 66/2009, de 19 de enero, 338/2009, de 19 de febrero, 1089/2009, de 14 de mayo, 1092/2909, de 14 de mayo, y 2414/2010, de 11 noviembre- cuando se dé cualquiera de las circunstancias siguientes:
a) Que permanezca más de 183 días, durante el año natural, en territorio español, computándose, para determinar este período de permanencia, las ausencias esporádicas, salvo que el contribuyente acredite su residencia fiscal en otro país, añadiendo el legislador que en el caso de países o territorios de los calificados reglamentariamente como paraíso fiscal, la Administración tributaria puede exigir que se pruebe la permanencia en el mismo durante 183 días en el año natural.
b) Que radique en España el núcleo principal o la base de sus actividades o intereses económicos, de forma directa o indirecta.
Como bien se indicó por la Res. DGT núm. 1713/2010, de 26 de julio, de la lectura de referido precepto se desprende que la residencia fiscal de una persona física no sólo se determina en función de la permanencia en un Estado por más de 183 días, sino que hay que tener en cuenta otros criterios como el centro de sus intereses económicos y familiares.
Se recoge asimismo en este precepto la presunción iuris tantum de que el contribuyente tiene su residencia habitual en territorio español cuando, de acuerdo con los anteriores criterios, residan habitualmente en España el cónyuge no separado legalmente y los hijos menores de edad que de aquél dependan.
A efectos del cómputo del número de días que una persona permanece en un país, hay que tener en cuenta lo dispuesto en el párrafo 5 de los comentarios al art. 15 Modelo de Convenio de la OCDE, que establece el método “de los "días de presencia física". Con arreglo a este método, se incluyen en el cálculo los siguientes días: parte del día, día de llegada, día de partida y los demás día pasados en el territorio del país de la actividad, incluyendo los sábados, domingos, fiestas nacionales, vacaciones  tomadas antes, durante o después de la actividad; interrupciones de corta duración (períodos de formación, huelgas, cierre, demoras en la recepción de suministros); bajas por enfermedad (salvo que impidan la marcha de la persona física y siempre que esta tuviera de no ser así derecho a la exención) y por causa de muerte o enfermedad en el entorno familiar. Sin embargo, los días pasados en tránsito en el Estado de la actividad en el curso de un viaje entre dos puntos exteriores a ese Estado deben excluirse del cómputo. De lo anterior se sigue que los días completos pasados fuera del Estado de la actividad, ya sea por vacaciones, viajes de trabajo o por cualquier otra causa, no deberán tomarse en consideración. Cuando el contribuyente esté presente en un Estado durante parte de un día, por pequeña que esta sea, el día se considerará como día de presencia en dicho Estado a efectos del cómputo del referido período de 183 días.
Por su parte, y según el ya mencionado art. 8.1 TRLIS, se consideran entidades residentes en territorio español las que cumplan cualquiera de los requisitos siguientes:
a) Que se hubieran constituido conforme a las leyes españolas, criterio este excesivamente omnicomprensivo, ya que puede originar, en el supuesto de que una entidad se hubiese constituido de dicha manera, y posteriormente traslade su domicilio social o su residencia efectiva al extranjero, que quede sujeta en los dos países a obligación personal de contribuir, lo que ocurrirá cuando en ese otro país rijan a estos efectos las nociones del domicilio o de la dirección efectiva.
b) Que tengan su domicilio social en territorio español.
c) Que tengan la sede de dirección efectiva en territorio español, entendiéndose que esto se produce cuando en él radique la dirección y el control del conjunto de sus actividades, criterio este que es el que de forma habitual se utiliza por el art. 4.3 Modelo de Convenio de la OCDE para resolver los problemas de dualidad de residencia de las personas jurídicas que se pudiesen presentar en las relaciones bilaterales en los casos en que los Estados contratantes mantuviesen en sus legislaciones internas criterios dispares al respecto.
De todo ello se desprende, a contrario sensu, que para que una entidad tenga la calificación de no residente en territorio español la misma no debe cumplir ninguno de los requisitos apuntados. Véase, por ej., la Res. DGT núm. 1692/2005, de 9 de agosto, en la que se señaló que cuando una entidad cumpla alguno de los requisitos enumerados en el art. 8 TRLIS será considerada residente en territorio español, no teniendo dicho carácter cuando no cumpla ninguno de ellos.
De acuerdo con el art. 7 TRLIRNR, las rentas correspondientes a las entidades en régimen de atribución de rentas a que se refiere el art. 8.3 Ley 35/2006, de 28 de noviembre, así como las retenciones e ingresos a cuenta que hayan soportado, se atribuirán a los socios, herederos, comuneros o partícipes, respectivamente, de acuerdo con lo establecido en las normas reguladoras del IRPF y en el capítulo V del TRLIRNR.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

SOBRE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL POR LA INSUFICIENTE COMPENSACIÓN ECONÓMICA EN EL IAE ESTABLECIDA POR LA LEY 51/2002, DE 27 DE DICIEMBRE

No soy nada sospechoso respecto a lo que opino de la existencia de un impuesto como el IAE, ya que en diversos trabajos he manifestado mi frontal oposición, y mi profundo desacuerdo, desde un punto de vista técnico-jurídico, con este impuesto, tan alejado de las exigencias derivadas de los principios constitucionales aplicables y exigibles en la materia tributaria, lo que es observable, sobre todo, en las numerosas conculcaciones que, a mi juicio, la regulación normativa del IAE implica respecto al principio de capacidad económica, que, pese a la pérdida de importancia que ha experimentado, y del relativismo con el que en la actualidad se configura, continúa siendo de capital importancia como criterio rector a la hora de establecer cualquier impuesto, apreciándose esta conculcación por parte del IAE del contenido de tal principio en, por ej.:
a) Al señalarse por el legislador que su hecho imponible está constituido  por el mero ejercicio de la actividad, sin tener en cuenta si existe o no beneficio en la misma, por lo que, en suma, inclusive aunque de la actividad de que se trate resultasen pérdidas sería exigible este impuesto, dado que el hecho imponible es sólo una acción económica que no tiene por qué arrojar un resultado positivo.
b) Cuando se afirma que las cuotas mínimas del IAE, resultantes de la aplicación de las Tarifas, no podrán exceder del 15% del beneficio medio presunto de la actividad gravada, propiciándose así una especie de estimación objetiva global, que aleja al IAE de los principios inspiradores del texto constitucional; siendo así, además, que la normativa no indica que se tengan en cuenta beneficios ciertos, sino sólo beneficios medios presuntos, concepto éste indeterminado que no es en absoluto representativo del beneficio real que un determinado empresario o profesional obtiene por el ejercicio de su actividad, cuando parece evidente que este último beneficio tendría que ser el único relevante desde la óptica del principio de capacidad económica.
c) Y cuando, en fin, se toma en consideración, para la determinación de dicho beneficio medio presunto de la actividad gravada, la superficie de los locales en los que se realicen las actividades económicas, lo que, en mi opinión,  tampoco se adecua convenientemente al principio de capacidad económica, toda vez que la superficie puede ser poco reveladora de la mayor o menor obtención de beneficios en las actividades ejercidas con el concurso de una base física, siendo incluso, en ocasiones, inversa la relación existente entre superficie extensa y obtención de beneficios, sin olvidar que la utilización de este elemento supone una clara discriminación en contra de las actividades ejercidas en local frente a las desarrolladas de forma ambulante.
Ahora bien, dicho esto, y teniendo en cuenta la desafortunada reforma realizada en el IAE en virtud de la Ley 51/2002, de 27 de diciembre -que se limitó, en lugar de a suprimir este impuesto, como parecía lo más aconsejable, a introducir determinadas modificaciones en su regulación normativa, siendo la más crucial y decisiva aquella que consistió en el establecimiento de una exención en favor de todas las personas físicas; los sujetos pasivos del IS, las sociedades civiles, las entidades del art. 35.4 LGT, que tengan un importe neto de la cifra de negocios inferior a un millón de euros; y los contribuyentes por el IRNR que operen en España mediante EP, siempre que tengan un importe neto de la cifra de negocios que no sobrepase mencionada cifra de un millón de euros-, hay que afirmar que esta modificación conllevó, a la postre, un evidente perjuicio económico para las Corporaciones locales, del cual éstas no se resarcieron a través del desacertado sistema de compensación establecido por el legislador en la Disposición adicional 10ª de dicha Ley 51/2002, en la que se manifestó que: “Con la finalidad de preservar el principio de suficiencia financiera de las Entidades Locales y para dar cobertura a la posible merma de ingresos que aquéllas pudieran experimentar como consecuencia de la reforma del IAE, el Estado compensará a las Entidades locales por la pérdida de recaudación de este impuesto en el año de su entrada en vigor”.
Si mediante tal compensación se hubiese realmente conseguido que las Corporaciones locales no hubiesen sufrido menoscabo alguno en sus ingresos tributarios procedentes del IAE, ningún problema existiría. Nada podría objetarse a que el Estado, en uso de su potestad y de sus facultades legislativas, hubiese introducido en el IAE determinados beneficios fiscales, que suponen, sin ningún género de dudas, una pérdida de recaudación para las Entidades locales, si aquel hubiese reconocido a estas últimas, sin subterfugios, que tenían derecho a percibir las cantidades reales y efectivas que por ello iban a dejar de ingresar en el futuro.
Ahora bien, es evidente, en mi opinión, que esto último en ningún modo se produjo, toda vez que esta compensación de la Disposición adicional 10ª de la Ley 51/2002, no cubrió la pérdida realmente ocasionada a las Entidades locales como consecuencia de los beneficios fiscales establecidos en tal Ley.
Y no los cubrió porque en el número 2 de dicha Disposición se manifestó que: “La pérdida compensable será la expresión de la diferencia entre la recaudación líquida del año 2003 y la recaudación líquida del año 2000, entendiendo por recaudación líquida la recaudación tanto del ejercicio corriente como de ejercicios cerrados”.
Con ello, al aludirse y tomarse como elementos de referencia, y puntos de comparación, los  años 2003 y 2000 se utilizaron factores no homogéneos, sino heterogéneos entre sí, y ello por la sencilla razón, sin necesidad de entrar en mayores disquisiciones, de que la recaudación del año 2003, al haber entrado en vigor la Ley 51/2002, el 1 de enero de 2003, ya estaba afectada por los beneficios fiscales introducidos a través de dicha Ley -en particular  por el de mayor calado que es aquél, según ya indiqué previamente, que aparece en la actualidad recogido en el art. 82.1.c) TRLRHL- por lo que, parece obvio, la misma tenía que ser mucho menor a la que se hubiese producido si tal Ley no se hubiese promulgado.
Lo correcto habría sido, a mi juicio, si de verdad se quería compensar de forma efectiva a las Corporaciones locales por la real pérdida que en ellas se generó por la reforma legal efectuada en el IAE, el calcular por medio de simulaciones, fáciles de realizar con los medios disponibles en la actualidad, la cantidad que cada Entidad local podría haber obtenido en el año 2003 aplicando los mismos coeficientes, índices, etc., vigentes en ella durante el año 2002, y la diferencia entre esa hipotética cifra y la cantidad recaudada en el año 2002 sería la cuantía en la que habría que compensar a las Corporaciones locales.
En último extremo si se considerase necesario tomar un período de tiempo más amplio, como se hizo en esta Disposición adicional, en la que, como ya se indicó, no se tomaron como datos a comparar los de los años 2002 y 2003, sino los de los años 2000 y 2003, no se encuentra, sin embargo, apoyatura alguna para, aun manteniendo como primer término de comparación el de la recaudación líquida del año 2000, el segundo término de comparación tuviese que ser el acogido por el legislador, ya que el mismo tendría que haber sido, en justicia, no el de la recaudación líquida alcanzada en el año 2003, sino, por el contrario, el de la recaudación que se podría haber obtenido en dicho año 2003 aplicando los mismos elementos tributarios vigentes en el año 2002.
Proceder de la forma en que se hizo, conforme a lo establecido en esta Disposición adicional supuso consagrar legalmente una evidente pérdida recaudatoria para las Corporaciones locales, que vieron como las compensaciones que se les tenían que conceder no cubrieron los ingresos que podrían haber alcanzado de seguir aún en vigor la anterior regulación del IAE, sino una cantidad considerablemente menor.
Ello, disfrácese como se quiera, implica un doble atentado.
Por una parte, al principio de suficiencia financiera establecido por el art. 142 CE, que aunque no garantiza, es cierto, a las Corporaciones locales una autonomía económica financiera en el sentido de que dispongan de medios propios patrimoniales y tributarios suficientes para el cumplimiento de sus funciones; sí que dispone la suficiencia de tales medios, tal como se declaró por la STC 96/1990, de 24 de mayo, suficiencia ésta que es la única que posibilita la consecución efectiva de la autonomía constitucionalmente garantizada.
Y, por otra, supone, además, una palmaria conculcación del mandato establecido por el art. 9.2 TRLRHL, precepto éste que se ve vulnerado no sólo por lo hasta aquí manifestado, sino también porque en dicho precepto se señala que las fórmulas de compensación a favor de las Corporaciones locales “tendrán en cuenta las posibilidades de crecimiento futuro de los recursos de las Entidades locales procedentes de los tributos respecto de los cuales se establezcan los mencionados beneficios fiscales”.
Es decir, este precepto no sólo tiene una visión estática, sino dinámica, de las cantidades con las que es preciso compensar a las Corporaciones locales por lo dejado de ingresar por ellas, como consecuencia de los beneficios fiscales establecidos por Leyes estatales, por lo que hay que compensar, en puridad, no es sólo la pérdida producida en un momento puntual, sino la pérdida que se pondría sucesivamente de manifiesto a medida que la aplicación posterior del tributo se fuese realizando.
Ello sin embargo, no es esto lo que se desprendía de una lectura literal del número 3 de referida Disposición adicional 10ª de la Ley 51/2002, ya que ahí se indicó que el importe de la compensación, calculado de la manera antes mencionada, “se consolidará”, con lo que parecía dar a entender que la cifra de compensación asignada en el primer ejercicio de aplicación de lo dispuesto por citada norma sería la que rigiese para años posteriores, adoptándose de esta suerte una perspectiva fotográfica del problema, en lugar de la cinematográfica que exige dicho art. 9.2 TRLRHL.
La reforma realizada, pues, por la Ley 51/2002 en el IAE consiguió lo que, en principio, no parecía posible: Por una parte, dejó insatisfechos a la inmensa mayoría de los teóricos del Derecho, que de forma reiterada han abogado por la abolición del IAE; y, por otra, originó que las Entidades locales, defensoras de la perduración y pervivencia de este impuesto por la gran recaudación que por medio de él alcanzaban, también quedasen descontentas con el resultado final de la actuación legislativa, porque comprobaron la importante minoración económica que en concepto de IAE ello implicó.
Ante ello buena parte de las Entidades locales consideraron oportuno interponer demandas de responsabilidad patrimonial para así intentar conseguir el resarcimiento de los perjuicios que les habían sido causados por el proceder legislativo apuntado, en el entendimiento de que en este caso sí se observaba la existencia de todos los elementos que se requieren para poder declarar susodicha responsabilidad.
Existía, por un parte, nexo causal entre la actuación legislativa y el daño económico originado a las Corporaciones locales, por producirse una conexión directa, inmediata y exclusiva de causa o efecto, entre esta Disposición adicional y los perjuicios económicos padecidos por aquéllas, que dimanaban y derivaban, en exclusiva, de tal norma, por lo que cabía perfectamente afirmar aquí la plena aplicación del principio de “causalidad adecuada”.
Y, por otra, los perjuicios sufridos por las Entidades locales han sido efectivos, evaluables y plenamente individualizados, y se trata de daños que éstas no tenían, en modo alguno, el deber jurídico de soportar.
Pareciendo, pues, evidente, a mi juicio, que éste era un prototípico caso en el que el TS debería haber reconocido la existencia de responsabilidad patrimonial, su respuesta ha sido por completo decepcionante, tanto en el fondo como en la forma, y ello por haberse limitado a despachar este importante asunto con unas breves líneas, apresuradas y carentes por completo de enjundia jurídica, denegatorias de la petición de la invocada responsabilidad patrimonial de la Administración, afirmándose a este respecto por la STS de 28 octubre 2009, Recurso de Casación núm. 755/2008:
“Segundo.- Dado que la responsabilidad patrimonial del Estado legislador debe quedar sujeta a un distinto régimen jurídico según que la norma con rango de ley supuestamente causante del perjuicio sea, o no, contraria a la Constitución, lo lógico será analizar en primer término la petición de aquel Ayuntamiento de que planteemos cuestión de inconstitucionalidad de la repetida Disposición adicional 10ª, que a juicio de la parte vulnera el principio de suficiencia financiera establecido en el art. 142 CE y, por ende, el de autonomía municipal proclamado en sus arts. 137 y 140. Petición que rechazamos, pues las razones y argumentos en que se sustenta no consiguen generar una duda fundada de que dicha Disposición no se acomode al Texto Constitucional.
Es así, porque la misma se dictó, precisamente, con la finalidad de preservar el principio de suficiencia financiera de las entidades locales; y porque tal principio, y su hipotética conculcación, no depende sólo del régimen jurídico establecido para un concreto tributo y sí, más bien, del que regula en su conjunto la Hacienda Local. La parte se fija, exclusivamente, en la disminución de ingresos derivada de la reforma del IAE, sin traer a colación un análisis global de la Ley 51/2002, pese a que ésta afectó a la totalidad de los impuestos locales e incluso a otras fuentes de ingresos. Ni tampoco trae uno que demuestre lo que realmente importa desde la perspectiva que ahora nos ocupa, que no lo es si la compensación establecida en aquella Disposición adicional cubre en su totalidad la diferencia de ingresos derivados de esa específica fuente del IAE, sino si los cubre hasta el punto de mantener, ella junto con las demás normas modificadas, aquella suficiencia financiera.
Tercero.- Descartado el planteamiento de esa cuestión y abordando a partir de ahí aquella reclamación de responsabilidad patrimonial, compartimos sin reserva alguna la razón jurídica que con todo acierto apreció la Sala de instancia en su sentencia. El perjuicio consistente -sin más aditivos, notas o circunstancias añadidas que lo caractericen de un modo singular- en la menor recaudación obtenida por la vía de un concreto tributo, incluso aunque no llegue a ser compensado a través de otras previsiones, no constituye en sí mismo o por sí sólo un perjuicio antijurídico, sino uno que la Corporación local tiene el deber jurídico de soportar, pues ésta nunca ha ostentado más derecho que el de percibir los ingresos de naturaleza tributaria que deriven de las normas vigentes en esa materia en cada periodo impositivo.
En el caso que enjuiciamos, en el que nada se añade a la mera alegación de una disminución de ingresos procedentes del IAE insuficientemente compensada con la previsión de aquella Disposición adicional 10ª, no es ni tan siquiera necesario que nos detengamos haciendo referencias a los títulos de imputación (en especial, el sacrificio singular, o el quebranto de la confianza legítima) que de modo excepcional han abierto en la jurisprudencia el reconocimiento de la controvertida responsabilidad patrimonial por actos del legislador. En él debe primar, por encima de cualquiera otra consideración, la relativa a la licitud de la potestad de innovación normativa que se ejerce con el fin de que no sigan en pie regulaciones que se estiman, en la apreciación de quien la tiene atribuida, inadecuadas para atender las exigencias del interés general”.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributari

CARENCIA DE LEGITIMACIÓN DE LOS DENUNCIANTES PARA PROMOVER RECLAMACIONES ECONÓMICO-ADMINISTRATIVAS

De acuerdo con la letra c) del apartado 2 del art. 232 LGT los denunciantes no están legitimados para interponer reclamaciones económico-administrativas.
Originariamente, antes de la reforma del art. 103.2 LGT de 1963 realizada por la Disposición adicional decimoctava de la Ley 21/1986, 23 de diciembre, de PGE para 1987, este supuesto de falta de legitimación podía considerarse como una especificación del establecido para los particulares cuando obren por delegación de la Administración o como agentes o mandatarios de la misma, toda vez que se entendía que los denunciantes tenían el carácter de agentes de la Administración y, por consiguiente, carecían de acción para recurrir contra las resoluciones de la misma, salvo, entonces, en lo que se limitaba a discutir el importe de su participación en la multa impuesta al sujeto o a la entidad denunciada.
Así se declaró en, por ej., la STS de 16 diciembre 1992, Recurso núm. 3375-K/1990, en la que se pusieron de relieve las diferencias existentes entre las figuras de la denuncia y de la acción popular, indicando que esta última puede caracterizarse como una peculiar forma de legitimación activa que se atribuye a todos los ciudadanos, aun cuando no sean directos y exclusivos titulares de un derecho o un interés legítimo, para impetrar el restablecimiento del orden jurídico por los Tribunales, significando, pues, la acción popular el ejercicio pleno de una pretensión procesal que constituye en «parte» a quien la ejercita, atribuyéndole derechos sustantivos y obligaciones procesales que son normales en todo procedimiento o proceso, por lo que quien promueve una acción popular no está, salvo diferencias de matiz, en una posición distinta de quien ejercita una acción privada.
La denuncia, por el contrario, es una simple participación de conocimiento al órgano (sea administrativo o judicial) para que, en su caso, éste inste, de oficio, un procedimiento, de manera que el denunciante carece de aquella condición de parte procesal o procedimental que tiene quien ejercita la acción popular, siendo la denuncia uno de los modos de iniciación de oficio de los procedimientos administrativos.
Se declaró por ello en esta sentencia que el denunciante carece de legitimación para impugnar las actuaciones inspectoras desarrolladas, la calificación de las infracciones tributarias apreciadas y la actuación de los órganos de la Inspección de los Tributos, puesto que su posición en el procedimiento es la de simple instigador para que por parte de los órganos de la Hacienda Pública se incoe de oficio un procedimiento, sin que le quepa intervenir en éste a título de parte, calificando hechos, pidiendo pruebas u oponiéndose a las resoluciones dictadas.
Ello obstante, se añadió en esta sentencia, que desde el momento que, en materia tributaria, el denunciante tenía una participación del 30% en las multas que se impusiesen, con arreglo a lo dispuesto por el art. 88 Real Orden de 13 julio 1926, es lógico que negada su legitimación para la reclamación económico administrativa, se le reconozca sólo en lo relativo a aquella participación, de modo que el denunciante puede recurrir en vía económico administrativa y también, como es natural, en el proceso contencioso administrativo, contra la denegación de la participación en la multa o la asignación de un porcentaje distinto del reglamentario, pero no respecto a la cuantía de la multa en sí.
Luego de referida modificación efectuada en citado art. 103 LGT de 1963 por la Disposición adicional decimoctava de la Ley 21/1986, la denuncia dejó ya de iniciar el procedimiento de gestión tributaria independizándose del mismo, al dar lugar a una actuación investigadora, que constituía el verdadero inicio del procedimiento.
Con ello, como se declaró en, por ej., la SAN de 8 julio 1999, Recurso núm. 227/1996, el legislador separó la tramitación del «expediente de denuncia», tendente a comprobar la fundamentación de los hechos denunciados, de las denominadas «actuaciones inspectoras», en cuyo desarrollo, tramitación y resolución no está legitimado el denunciante para intervenir, ni para formalizar reclamación o recurso.
Y, con posterioridad, tras la reforma de citado art. 103 LGT de 1963 por la Ley 25/1995, de 20 de julio, de modificación parcial de la LGT, ya ni siquiera eso, puesto que la nueva redacción omitió cualquier referencia a la actuación investigadora, hablando genéricamente de «actuaciones» o de «actuación administrativa», lo cual es mucho más amplio, de tal suerte que si bien no estaba vedado que la denuncia pública pudiese originar una actuación investigadora, no era éste un efecto exclusivo como antes acaecía, sino que podía generar otros diferentes.
Todo esto conllevó, en definitiva, que el denunciante pasase a ser considerado un simple particular, un colaborador social voluntario en defensa del interés general y nunca un «agente administrativo», puesto que su actividad no originaba una actuación de oficio. Era, en cualquier caso, un tercero que no puede provocar ni determinar la iniciación del procedimiento, ya que si éste se llega a iniciar es como consecuencia de las actuaciones inspectoras.
Esta doctrina es plenamente asumible en la actualidad, a la vista de lo establecido por el art. 114 LGT, que, en su número 3, señala de manera taxativa que no se considerará al denunciante interesado en las actuaciones administrativas iniciadas con ocasión de la denuncia, no estando tampoco legitimado para la interposición de recursos o reclamaciones en relación con los resultados de tales actuaciones, de los cuales ni siquiera será informado.
Por ello, como se declaró por la STSJ de Galicia de 22 octubre 2008, Recurso núm. 16303/2008, hay, en consecuencia, «una exclusión legal de legitimación para el denunciante, tanto en relación con lo actuado como en cuanto a lo resuelto, de cara a la interposición de los recursos o reclamaciones pertinentes. Con ello se produce, añadidamente, la desconexión de la actuación pública de averiguación, con el interés privado del denunciante, tal como se configura la relación jurídico procesal en autos y en relación con lo interesado en sede administrativa».

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

viernes, 20 de enero de 2012

CRITERIOS APLICABLES EN LA INTERPRETACIÓN DE LAS NORMAS TRIBUTARIAS

Ya indiqué en la entrada “La interpretación de las normas tributarias”, que en el art. 12 LGT, que trata esta cuestión, se realiza una expresa remisión al art. 3.1 CC, disponiéndose que las normas tributarias se interpretarán con arreglo a lo dispuesto en este último precepto.
Entre los criterios interpretativos admitidos en Derecho, y expresamente recogidos en dicho art. 3.1 CC, uno de los que mayor interés presenta es indudablemente el de la realidad social del tiempo en que las normas han de ser aplicadas, lo que supuso, en palabras de la doctrina, la aportación mayor del Título Preliminar de dicho Código.
Es éste, en cualquier caso, es un criterio interpretativo sumamente delicado en su utilización, puesto que un uso desmedido del mismo puede conducir a la arbitrariedad en la interpretación, haciendo primar los criterios subjetivos del intérprete sobre la voluntad de la ley, extremo éste al que se refiere, por ejemplo, la STS de 28 mayo 1996, en la que, con cita expresa de otra sentencia de este mismo Órgano de 28 noviembre 1984, se declaró de forma taxativa que la utilización del elemento sociológico no puede hacer inaplicable una norma.
Así se puso de relieve, igualmente, en la propia EM del Decreto 1836/1974, de 31 de mayo, por el que se sancionó con fuerza de ley el texto articulado del Título Preliminar del CC, en la que se indicó que: “La ponderación de la realidad social correspondiente al tiempo de aplicación de las normas introduce un factor con cuyo empleo, ciertamente muy delicado, es posible en alguna medida acomodar los preceptos jurídicos a circunstancias surgidas con posterioridad a la formación de aquéllos”.
Con todo, y dejando al margen posibles desviaciones y abusos que se puedan eventualmente cometer, este método de interpretación es muy útil, puesto que mediante su adecuado empleo se evita el “anquilosamiento de la doctrina jurisprudencial” (STS de 22 enero 1988) y se permite “la adecuada y justa flexibilidad de criterio para así poder (el juzgador) acomodarse a las circunstancias específicas que concurren en cada caso” (STS de 22 marzo 1988), siendo este criterio el que posibilita la adecuada evolución de los conceptos tributarios.
Ello no supone la posibilidad de atribuir facultades normativas al intérprete, sino tan sólo el reconocimiento de la necesidad de atemperar el principio implícitamente contenido en la norma a las situaciones, necesariamente cambiantes como efecto de la evolución social.
En suma, el empleo de este método interpretativo viene exigido por la propia historicidad del Derecho, puesto que el texto normativo es genérico y abstracto, debiendo, pues, adaptarse a la cambiante naturaleza de las cosas; porque la redacción de la norma está aprobada por una voluntad humana en cuya formación influyeron las circunstancias del momento en que se promulgó, por lo que el cambio de circunstancias debe tener, por tanto, alguna influencia en la determinación del contenido actual de la ley; y porque en la interpretación se ha de tener en cuenta asimismo el elemento sistemático, lo que implica poner en relación la norma a interpretar con otras que con posterioridad se hayan dictado, pudiendo resultar de ello una interpretación que adapte el contenido de la norma a las circunstancias actuales, en tanto que los criterios del legislador, en decisiones más recientes, estén, como es lógico, más actualizados.
En definitiva, a través de la aplicación del método de interpretación histórico-evolutivo se persigue concretar la voluntad de la Ley, ya que ésta se separa del legislador una vez formulada, tiene una voluntad propia y autónoma que, en contacto con la vida práctica, puede adoptar valores nuevos y diversos, siendo éste un método intermedio entre el demasiado inmovilista que busca la voluntas legislatoris y la escuela de la libre investigación del Derecho, demasiado insegura.
Todas las normas jurídicas, incluidas, pues, las tributarias, son normas deontológicas, esto es, estamos en presencia de normas determinadas por una causa final, motivo éste por el que es muy importante investigar el fin de las mismas, ya que este elemento es el que con mayor facilidad nos conducirá a la aclaración de su contenido, siendo concluyente en este sentido el art. 3.1 CC, al señalar que el intérprete atenderá fundamentalmente al espíritu y finalidad de las normas, realizando, pues, una interpretación teleológica.
Esto no puede suponer desconocer el criterio gramatical; pero sí implica que el mismo tiene una importancia relativamente secundaria respecto de la interpretación teleológica y sistemática, planteamiento que se traduce en que los Tribunales no deban asumir, sin más, el resultado a que conduce la utilización de la metodología gramatical, sino que tienen que verificar dicho resultado mediante la utilización de otros criterios hermenéuticos.
Aunque el art. 3.1 CC no alude de forma expresa y de manera directa a la interpretación principialista, no se puede dudar, en modo alguno, que los criterios de interpretación que se desprenden de la Constitución son directamente aplicables a la esfera tributaria.
Así se puso de relieve con toda claridad en, por ej., la STC 253/1988, de 20 de diciembre, en la que se declaró: “la interpretación de las normas, aunque no adolezcan de oscuridad, ha de realizarse conforme a los preceptos constitucionales, lo que no sólo es posible, sino que resulta obligado ... (pues) el art. 3 CC, lejos de constituir un obstáculo a la adecuación de las normas a la Constitución, la potencia, desde el momento en que el texto constitucional se convierte en el ‘contexto’ al que han de referirse todas las normas a efectos de su interpretación”.
Y así se ha señalado, igualmente, por la práctica generalidad de la doctrina, que ha puesto de manifiesto la absoluta necesidad de que la investigación metodológica del Derecho financiero y tributario se base sobre la más amplia potenciación del contenido propio de los principios generales de tal rama jurídica recogidos en el art. 31 CE (capacidad económica, generalidad, progresividad, igualdad, no confiscatoriedad, y reserva de ley).
Y ello porque esta tarea implica, además de un freno al robustecimiento de los poderes normativos de la Administración, engarzar de manera plena con todo el movimiento de renovación metodológica del Derecho que, en los últimos años y como reacción frente al positivismo formalista, prima en toda la doctrina jurídica europea y, de manera especial, en la doctrina del Derecho público, quizá por ser en este ámbito en el que con mayor intensidad se dejaron sentir los defectos ínsitos en la concepción formalista.
En esta misma línea se ha señalado, también, que unos principios los que tienen un contenido material (por ej., la capacidad económica) serán más adecuados que otros cuya esencia es la atribución de poder (v. gr., reserva de ley); pero todos pueden, y deben, constituir métodos de interpretación, desprendiéndose de ello que el principialismo es una herramienta imprescindible para resolver gran parte de las dudas que puedan presentarse en la aplicación de las normas tributarias.
El art. 12.2 LGT dispone, por su parte, que: “En tanto no se definan por el ordenamiento tributario los términos empleados en sus normas se entenderán conforme a su sentido jurídico, técnico o usual, según proceda”.
Este precepto, cuya redacción es exactamente igual que la que se contenía en el art. 23.2 LGT 1963, realmente no dice nada, ya que deja a juicio del intérprete determinar cuándo procede utilizar uno u otro significado; pero, sin embargo, dicho precepto es importante más que por lo que dice por lo que no ha dicho, y ello se comprende perfectamente, si se le compara con el texto de esta misma norma en el que fue Proyecto LGT de 1963.
En efecto, en dicho Proyecto su art. 24, que luego sería el art. 23.2 de la Ley, se señalaba que: “En tanto no se definan por el ordenamiento tributario, los términos empleados en sus normas se entenderán conforme a su sentido usual, a no ser que expresamente se utilicen según su significado técnico o jurídico”. Con ello se estaba dando entrada por parte de los redactores del mismo a determinadas corrientes doctrinales que entendían que debía darse preferencia al significado usual de los términos, por encima de cualquier otro.
Con el paso del Proyecto de Ley a Ley lo que se hizo fue sencillamente no constreñir al intérprete en la utilización de métodos hermenéuticos, no otorgando, en definitiva, preferencia a ninguno de los criterios recogidos en el precepto, solución que se sigue manteniendo en la redacción del art. 12.2 de la actual LGT.
Por tanto, no existen criterios apriorísticos para llevar a cabo la interpretación de las palabras de las normas tributarias, por lo que ante cada caso concreto se podrá emplear uno u otro criterio en función de que sea el más adecuado para resolver la controversia suscitada, y así lo ha entendido correctamente la jurisprudencia, que en su tarea hermenéutica no se ha constreñido a tener que seguir en exclusiva ninguno de los sentidos que las palabras de una norma pudiesen encerrar, sino que siempre ha procurado buscar el más adecuado al supuesto específico objeto de controversia.
Aludiré, por último, para  concluir a dos cuestiones que tienen su importancia en el tema que se viene analizando: la primera es la de si los términos empleados en una norma tributaria, que ya tienen un preciso significado técnico-jurídico acuñado o elaborado por el legislador o por la doctrina, deben ser necesariamente interpretados en ese mismo sentido; y la segunda es la de si los conceptos procedentes de otras ramas del ordenamiento jurídico deben obligatoriamente interpretarse dentro del Derecho tributario de acuerdo con su originaria significación o si, por el contrario, puede procederse de otra forma.
Respecto a la primera de las cuestiones, la doctrina ha señalado que hay que presumir que los términos son usados por la Ley en su significado técnico jurídico-tributario, ya que no parece razonable pensar que si las normas fiscales emplean términos como hecho imponible, devengo, cuota, etc., dichos términos puedan tener, salvo excepciones, otro significado que el que se les da en el seno del Derecho financiero y tributario, por lo que, en consecuencia, los aplicadores de la norma deberían respetar  tales conceptos a la hora de llevar a cabo su interpretación, adoptando por tanto el contenido técnico-tributario de los mismos, a menos que los resultados de la interpretación en su conjunto condujesen de manera clara y evidente a una conclusión diversa.
En relación a la segunda cuestión apuntada, esto es, la de sí los conceptos empleados en las normas tributarias deben ser interpretados en el mismo sentido que ya tengan, en su caso, en otras ramas del ordenamiento jurídico, es ya doctrina común en la actualidad, superada la visión del tributo como un instituto jurídico odioso, que el ordenamiento tributario puede formular de manera autónoma sus propias calificaciones, siempre y cuando este proceder esté debidamente justificado.
Ello ha sido, además, expresamente aceptado por los Tribunales, como se comprueba de la lectura, entre otras, de las SSTC 45/1989, de 20 de febrero, en la que se declaró que: “Es innegable (...) que la legislación tributaria, en atención a su propia finalidad, no está obligada a acomodarse estrechamente a la legislación civil (que sin embargo tampoco puede ignorar)”; y  146/1994, de 12 de mayo, en la que se afirmó que: “(...) las reglas sobre imputación de rentas pueden normalmente tomar en consideración las normas reguladores del régimen económico-matrimonial, en cuanto son atributivas de titularidades dominicales. Ello no significa, sin embargo, que la imputación de rentas a efectos tributarios opere mediante una remisión absoluta e incondicionada de la norma tributaria a la civil (STC 45/1989, F.J. 6º), puesto que el problema constitucional de la imputación de rentas no reside en comprobar si las normas tributarias concuerdan o no con la regulación que de las relaciones jurídicas subyacentes hagan las normas civiles, sino en decidir su conformidad con los principios constitucionales aplicables a la materia, al margen del grado de armonía que se consiga entre la ley civil y la tributaria que tampoco, por otro lado, puede ignorarse y dejarse de tomar en consideración de manera absoluta.”
Estoy de acuerdo con estas consideraciones acerca de las relaciones entre el Derecho civil y el Derecho tributario -y, por extensión de las relaciones de este último con cualquier otra rama del ordenamiento jurídico-, ya que este último no puede estar prisionero de aquél (como de forma gráfica se ha afirmado, el Derecho tributario no es ancilla iuris civilis), si bien tampoco puede prescindir, sin más, del Derecho civil, ya que la autonomía de las normas tributarias tampoco puede ser entendida como una patente de corso o plena de impunidad.
Mencionada función calificadora autónoma del Derecho tributario también debe reconocerse cuando, por razones estrictamente fiscales, el ordenamiento tributario formule de manera expresa una calificación que, en caso contrario, no produciría los mismos resultados, constituyendo un buen ejemplo de ello el ya clásico recogido en la legislación del ITP y AJD de que a los solos efectos del gravamen de las OS se equiparen a las sociedades las personas jurídicas no societarias que persigan fines lucrativos, los contratos de cuentas en participación, la copropiedad de buques o la comunidad de bienes.
Nos encontramos, en estos casos, ante una modalización de la norma civil o mercantil por la tributaria, para así adaptar aquellas disposiciones a las peculiaridades del fenómeno tributario y, en particular, a sus principios básicos, que son los principios constitucional-tributarios.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

CRISIS DEL PRINCIPIO DE RESERVA DE LEY TRIBUTARIA POR EL AUGE DEL SOFT-LAW

Como complemento a lo expuesto en la entrada “Principio de reserva de ley en materia tributaria e integración europea”, hay que indicar que donde la crisis del principio de reserva de ley ha alcanzado mayor trascendencia es, como ha puesto de relieve García Prats, en relación con las nuevas medidas normativas que los anglosajones denominan soft-law o “legislación blanda” -fenómeno que, como ha indicado Tammes, presenta las características del Derecho en cuanto a su pretendido efecto de influenciar en el deseo y de restringir la libertad de aquellos a quien se dirige, pero al que algo falta en la naturaleza jurídica o vinculante del Derecho tal y como lo conocemos en la vida cotidiana-, integradas por declaraciones, acuerdos interinstitucionales, recomendaciones, dictámenes, comunicaciones, modus vivendi, códigos de conducta, etc., utilizadas con frecuencia por la Comisión de la UE, como bien ha puesto de relieve Carrasco González.
Según ha señalado la doctrina (y criticó, por cierto, el Parlamento Europeo en sus Resoluciones sobre la adaptación de la legislación existente al principio de subsidiariedad, A3-OJ87/94, y sobre los informes de la Comisión al Consejo Europeo sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, A4-0J 55/97) esta forma de actuar constituye una fórmula que permite a la Comisión “sortear” el procedimiento legislativo establecido en los Tratados para armonizar las normas tributarias, en particular las relativas a la fiscalidad empresarial.
Y para ello se acoge, ante el casi seguro convencimiento, como ha resaltado Martín Jiménez, de que siguiendo el cauce normal establecido para la creación de auténticas normas jurídicas, hard-law, el Consejo se hubiese opuesto, la técnica de las denominadas backdoor rules, producidas, como ha escrito Calderón Carrero, fuera, o al margen, de los Parlamentos nacionales.
Éstas son utilizadas de manera muy amplia en nuestros días en materia tributaria (simples muestras de ello son, por citar tan sólo algunas de las más relevantes, las Recomendaciones de la Comisión relativas al régimen fiscal de las pequeñas y medianas empresas, y sobre el régimen tributario de las rentas obtenidas por no residentes en un Estado miembro distinto del de residencia, o el Código de Conducta sobre la fiscalidad de las empresas) con diversos objetivos.
Entre otros -y aparte del ya expuesto de servir como remedio para intentar una “coordinación fiscal”, que puede constituir un instrumento complementario para avanzar hacia la aproximación de las legislaciones, ante la imposibilidad de plantear de manera abierta una “armonización fiscal”, como ha señalado Aujean- para, por ej., los siguientes:
-Para sondear, como han indicado, entre otros autores, Córtese y Alonso García, las opiniones de las autoridades públicas nacionales y de los operadores privados antes de dictar una norma futura, viendo de este modo cuáles son las reacciones que se suscitan y los obstáculos e inconvenientes que se podrían llegar a producir o generar por aquélla, que si son de gran magnitud, y así se detecta en esta suerte de laboratorio que constituye el soft-law (también denominado lex in status nascendi -Morin- o derecho en agraz -Gutiérrez Espada y García Prats-) podrían aconsejar inclusive su no promulgación.
-Y para ir difundiendo a través de este cauce una serie de pautas y criterios hermenéuticos a tener en cuenta por sus destinatarios, para que vaya penetrando en la mente de los operadores económicos cuál es el único parecer o criterio que se estima correcto y al que, por tanto, se tendrán que ajustar en su interpretación de las normas si no quieren verse expuestos a sufrir las consecuencias que su no acomodo a tales criterios les puede llegar a deparar.
En el fondo de este proceder late el gran objetivo final de que dichos criterios interpretativos impregnen la conducta de los Tribunales y que éstos, por tanto, sólo apliquen las normas guiándose en exclusiva por los mismos, lo cual, por cierto, ya ha sucedido en bastantes casos, siendo muy ilustrativo de ello la STJUE de 13 diciembre 1989, as. 322/88, Salvatore Grimaldi.
En su F.J. 18, a propósito de una Recomendación comunitaria -esto es, como ha señalado Mazuelos Bellido, de un instrumento a través del que se incita al logro de los objetivos de una organización internacional, por parte de los órganos facultados para ello, desplegando una actividad normativa indirecta o exhortativa, en palabras de Virally-, se declaró que: “(…) los tribunales nacionales están obligados a tener en cuenta las Recomendaciones a la hora de resolver los litigios de que conocen, sobre todo cuando aquéllas ilustran acerca de la interpretación de disposiciones nacionales adoptadas con el fin de darles aplicación, o también cuando tienen por objeto completar las disposiciones comunitarias dotadas de fuerza vinculante”.
Esta tesis ha sido luego seguida en diversas ocasiones, siendo ilustrativas de ello las Conclusiones del Abogado General Tizzano, de 30 junio 2005, en el as. Mangold, C-114/04, y del Abogado General Kokott, de 27 octubre 2005, en el as. Konstantinos Adeneler y otros, C-212/04, al ponerse de relieve en ellas que la intensidad del vínculo de los tribunales nacionales al Derecho comunitario se evidencia, asimismo, en el hecho de que inclusive están obligados a tener en cuenta las Recomendaciones.
Considero que esta doctrina es muy peligrosa, ya que con ella se corre el riesgo evidente, como ha apuntado la doctrina (entre otros, Pires y Bentley), de que ciertos instrumentos de soft-law dictados en exclusiva -minusvalorando en bastantes supuestos los legítimos derechos e intereses de los obligados tributarios- para primar o favorecer los intereses de la Administración, terminen convirtiéndose, al ser asumidos de forma  acrítica por los Tribunales, en verdaderas normas jurídicas, sin pasar por los filtros que, aun con todos los defectos antes apuntados, para la promulgación de éstas se exigen.
Por todo ello, no cabe sostener que estas normas de soft-law carecen de efectos jurídicos, y que limitan sus efectos a la órbita meramente política, como se ha sostenido, por ej., por Bernhardt.
Parece, por el contrario, evidente que tales normas si tienen indudables efectos jurídicos, tales como influir la conducta de los Estados miembros, instituciones europeas o los particulares afectados.
Así se manifestó ya en la antes citada STJUE de 13 diciembre 1989, as. 322/88, Salvatore Grimaldi, en la que se declaró que las Recomendaciones, aunque no tengan fuerza vinculante, no pueden ser consideradas como carentes en absoluto de efectos jurídicos. Y así se han pronunciado también numerosos autores, como, por ej., Bieber, Wellens, Bordchardt, Snyder, Martín Jiménez, Alonso García, Ruibal Pereira, Pascual González, Senden, Del Toro Huerta, García Prats, Martín López, Calderón Carrero, McLure, Jr. y Franch Fluxà.
Igual tesis se sustentó, por lo demás, en el ya referido Informe del Consejo de Estado sobre la inserción del Derecho europeo en el ordenamiento español”, de 14 febrero 2008, al indicarse en él que la falta de fuerza vinculante de los actos de soft law no implica la carencia total de efectos jurídicos.
Y pese a que de manera usual se mantiene, como se ha dicho, que dichos efectos no son vinculantes -véase también Roche Laguna, considero que si bien en teoría cabe realizar esta afirmación, en la práctica, sin embargo, como ha señalado Carrasco González, la misma se difumina en buena medida, a poco que se observe lo siguiente:
-Por una parte, que es muy frecuente que los Estados se vean constreñidos a reformar sus ordenamientos siguiendo las backdoor rules si no quieren verse expuestos a sufrir determinadas medidas de presión, en no pocas ocasiones con fuertes connotaciones económicas, por parte de las organizaciones e instituciones que las han dictado.
-Y, por otra, que ello puede tener lugar con motivo del acogimiento, al que ya me referí, de tales normas por parte de los Tribunales, constituyendo un buen ejemplo de ello lo que sucedió en virtud de lo declarado por la STJUE de 14 febrero 1995, as. C-279/93, Roland Schumacker.
En ella se resolvió el litigio basándose, aún sin citarla de forma expresa, en los criterios recogidos en la Recomendación de la Comisión sobre el régimen fiscal de las rentas percibidas por los trabajadores transfronterizos –circunstancia que ha conducido a Villar Ezcurra y Herrera Molina a señalar que cabe pensar en una cierta “complicidad” o acción coordinada entre el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y la Comisión-, ante lo que los Estados de la UE no tuvieron más remedio que proceder a modificar sus legislaciones internas, otorgando con ello carácter vinculante a unas medidas que desde una óptica formal habían nacido con mero carácter orientativo.
Considero, sin embargo, que ello, como luego se demostró, no había sido más que un mero disfraz. Estoy convencido de que la Comisión desde el principio había pretendido que las mismas tuviesen fuerza de obligar, utilizando de manera hábil al Tribunal de Justicia de Luxemburgo, que estaba atado de manos por lo que ya había declarado en su ya citada Sentencia Grimaldi, para conseguir su verdadero objetivo, siendo como era aquella consciente, como ha escrito García Prats, de que la colaboración del Tribunal de Justicia comunitario resultaba fundamental para incluso transformar la naturaleza no vinculante de las Recomendaciones en normas obligatorias para los Estados.
Esta situación es desalentadora desde la óptica tradicional de que las normas tributarias se dicten por los órganos representativos de la voluntad popular.
En estos casos no interviene el Parlamento Europeo, sino la institución ejecutiva de la Unión Europea: la Comisión, que es en la práctica titular del monopolio de iniciativa legislativa, tal como se recoge, a partir del Tratado de Lisboa, en el apartado 2 del nuevo art. 9 D) del Tratado UE.
La misma suele actuar de forma burocrática, al estar asistida –y controlada– en su función por alrededor de 250 comités, integrados por representantes de los Estados miembros, en los que existe un contacto directo de la misma con funcionarios de las Administraciones nacionales, verificándose así una negociación tecnócrata, como se puso de relieve en citado Informe del Consejo de Estado sobre la inserción del Derecho europeo en el ordenamiento español”, de 14 febrero 2008.
Estamos, pues, en manos de cuerpos burocráticos de especialistas, eludiéndose de esta forma los mecanismos garantistas establecidos en los procedimientos de toma de decisiones comunitarias, y, como ha apuntado Ibañez Marcilla,  se imponen de hecho, por parte de un poder ejecutivo, unos contenidos a la representación popular, personificada en las Cortes Generales, por todo lo cual cabe afirmar que no se cumplen de forma adecuada las exigencias ínsitas en el clásico y tradicional, aunque cada vez menos operativo, principio de reserva de ley en materia tributaria.
Y ello es así, como ya indiqué antes, no sólo por estas apuntadas formas de actuación de la Comisión de la Unión Europea, sino, asimismo, y con ello se magnifica el problema, por la de ciertas instituciones internacionales como el Banco Mundial y el FMI al negociar con los Gobiernos estatales el otorgamiento de créditos internacionales (véanse, por ej., Hammer y Owens), y de determinadas organizaciones internacionales, tales como la OCDE, con sus Modelos de Convenios para evitar la doble imposición, y la OMC, como han denunciado, entre otros autores, Almudí Cid, López Barrero, Serrano Antón, y Valadés.
Estas instituciones y organizaciones también son proclives a formular reglas y directrices, con el objetivo de establecer una serie de criterios o pautas de actuación que deben seguirse en la esfera internacional por los países, sean o no miembros de ellos, y cuya finalidad última es también, al igual que ya se ha dicho sucede con las normas de este tenor de la UE, que los mismos terminen convirtiéndose, por cauces indirectos pero que a la postre se han revelado muy eficaces, en legislación interna de tales países.
Este hecho se encuadra en el marco del fenómeno de la globalización económica, al no poderse negar, como ha escrito Tajadura Tejada, que en la actualidad, junto al Derecho estatal, creado conforme a los principios democráticos del Estado Constitucional, existe un inmenso corpus normativo producido extra muros del Estado que está integrado por numerosas reglas de dudosa condición democrática, y que obedecen y responden a exigencias de la razón económica, siendo, además, las que operan e inciden de manera mucho más decisiva en el sentido y calidad de nuestras vidas.
Esto ha supuesto, como ha indicado García Prats, un progresivo acercamiento de las políticas tributarias, y ha conllevado, como ha resaltado Marcilla Córdoba, que la ley estatal a menudo desaparezca -sustituyéndose la actividad del Parlamento por “centros de producción normativa externos”, como ha escrito Calderón Carrero-  en medio de las presiones de agentes económicos transnacionales más compactos y, sobre todo, mucho más fuertes que las corporaciones empresariales y profesionales de ámbito nacional.
Por ello, como bien han señalado, por ej., Balaguer Callejón y Tajadura Tejada, en el plano externo, el proceso de globalización ha situado a los Estados en una posición de debilidad (también para el desarrollo de sus propias políticas internas) frente a otros agentes, en especial frente a las grandes compañías multinacionales.
Téngase en cuenta a este respecto la situación que se describe en el Informe del Consejo de Estado sobre la inserción del Derecho europeo en el ordenamiento español”, de14 febrero 2008, al señalarse en él que en torno a las sedes de las instituciones europeas en Bruselas ha proliferado la presencia de grupos de intereses, existiendo en la actualidad varios miles de ellos registrados, de distintos tipos y diversas procedencias, que incluyen empresas, grupos de empresas, multinacionales, asociaciones profesionales o sectoriales, organizaciones empresariales y sindicatos, organizaciones no gubernamentales, etc., así como “grupos intergubernamentales” (que defienden los intereses de unas entidades públicas ante otras –por ejemplo, municipios ante el Estado-), o interestatales (que alientan de manera extraoficial intereses de un país en otro distinto).
Y no deben tampoco dejarse de mencionar otros tipos de organizaciones que tendrían difícil cabida en aquellos conceptos, como pueden ser los llamados think tanks o los caucuses, figuras desarrolladas en Estados Unidos, pero cuyo papel en Europa ha crecido en importancia, alentados por la variedad nacional y política del Parlamento Europeo, que facilita una especial actividad de los grupos interparlamentarios, formados por miembros de distintas nacionalidades e ideologías, para la defensa o promoción de intereses muy diversos.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario