El
procedimiento administrativo de elaboración de las normas en general, y de las
tributarias en particular, está muy precariamente diseñado, adoleciendo de una
gran simplicidad y vaguedad, muy superior a bastantes otros de los dirigidos a
dictar un acto administrativo cualquiera, cuando la lógica parece imponer que
el mismo debiera ser mucho más minucioso, estructurado y articulado que todos
los restantes que existen en la esfera administrativa, al tener aquél, como es
obvio, una importancia y alcance muy superiores.
Resulta
en verdad difícil de justificar que los expedientes en que se plasma este
procedimiento consten con frecuencia de unos pocos folios, desde luego mucho
menores que lo que se contienen en un expediente sancionador, o ya no digamos
nada de otro de responsabilidad patrimonial de la Administración que presente
cierta complejidad.
No
tendría que ser ello así, ya que la lógica parece demandar e imponer que este
procedimiento debiera ser mucho más minucioso, estructurado y articulado que
todos los restantes que existen en la esfera administrativa, al tener aquél, es
obvio, una importancia y alcance muy superiores a cualquiera de éstos otros.
No
obstante, como se puso de manifiesto en la Memoria del Consejo de Estado del
año 1999, el deseo de los Gobiernos y de las
distintas Administraciones de imprimir gran celeridad a la producción normativa
lleva, en no pocas ocasiones, a un cumplimiento escaso y a veces rutinario,
cuando no a una clara vulneración, de los requisitos establecidos y exigidos
para la elaboración de las normas.
Esta
falta de rigor en este procedimiento redunda, es evidente, en una mayor
libertad de los poderes ejecutivos, que se ven así constreñidos tan sólo por
unas livianas normas procedimentales que le permiten, en el fondo, hacer lo que
estimen más oportuno, eludiendo los controles que al respecto existen con el
fácil ardid de cumplimentar aquéllas de manera formal.
En
el procedimiento administrativo de elaboración normativa existente en la
actualidad, en la fase primera de confección del borrador inicial de la norma
se exige cumplimentar dos documentos básicos: por una parte, un informe sobre
la necesidad y oportunidad de la norma, y, por otro, una memoria económica,
documentos ambos que, en buen número de casos suelen redactarse de forma muy
sumaria.
El
informe sobre la necesidad y oportunidad del proyecto normativo se
reduce, en buena parte de casos, a unas pocas páginas, destinadas, en general,
a resumir de manera apresurada algunas de las ideas básicas que inspiran la
propuesta de nueva regulación que se pretende efectuar; y dando por sentado,
como un apriorismo categórico, la necesidad y oportunidad de la iniciativa,
justificando con posterioridad las
tesis que desde el inicio se han sustentado políticamente.
Como
bien han escrito Santamaría Pastor y Rubio Llorente,
las normas se redactan por impulso y mandato de la autoridad política
responsable, por lo que la redacción, por parte del funcionario o profesional
comisionados al efecto, de una memoria justificativa de la necesidad y
oportunidad del proyecto se convierte en un ejercicio estilístico con
frecuencia vano y que, en cuanto poco útil, ya que nadie lo lee en términos críticos,
se elabora, por lo común, con muy poca convicción y entusiasmo, crítica
En esta misma línea se pronunció la Memoria del Consejo de Estado
del año 2002, al indicarse en ella que los estudios previos a la elaboración de
las normas deberían contestar a preguntas como las
siguientes: ¿Cuáles son las normas existentes? ¿Cómo se aplican en la práctica
tales normas? ¿Cuáles son los intereses en presencia? ¿Por qué debe
establecerse una nueva regulación? ¿Qué se pretende con la nueva regulación?
¿Puede esperarse otra oportunidad mejor o debe aprobarse precisamente ahora?
¿Qué impacto producirá? ¿Qué grado de cumplimiento se espera? ¿Qué debe
añadirse para que se cumpla?.
Sin embargo, como se denunció en esta
Memoria, la inmensa mayoría de estas preguntas no se suelen plantear y su
posible respuesta es una incógnita, añadiendo: “Gran parte de las normas
parecen prepararse sin conciencia precisa de su objeto y de sus efectos. Se
redacta un anteproyecto (que parte de un funcionario o grupo de funcionarios o
de una comisión ministerial o interministerial) y, tras obtener el visto bueno
de principio por parte de la autoridad responsable, se extrae de él una
exposición de motivos o un preámbulo, un resumen que, algo desarrollado, es la
guía de la «memoria justificativa» que vuelve a recoger el contenido básico del anteproyecto”.
Por el contrario, como con
acierto ha puesto de relieve Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, este informe no
debiera limitarse a explicitar el contenido de la disposición que se pretende
implantar, sino a justificarla, lo que significa explicar la necesidad de la
norma, sus objetivos y razones, y la proporcionalidad de los medios utilizados
para alcanzar los fines buscados.
Lo
propio ocurre con las memorias económicas que deben acompañarse a los proyectos legislativos, al ser
lo más usual y frecuente que los Ejecutivos se limiten a consignar en ellas que
los objetivos que se pretenden alcanzar con la disposición proyectada no
comportan incremento alguno del gasto público, sin realizar estudios veraces y
fiables que realmente corroboren, o desmientan, esta afirmación.
Así
se denunció también en la Memoria del Consejo de Estado del año 1999, en la que
se indicó que “la exigencia de concretar «la estimación de coste a que dará lugar» el reglamento o la ley no se suele cumplir con la
generalidad deseable o, al menos, se despacha con frecuencia en términos
puramente negativos y a veces formularios, diciendo que el proyecto no supone
incremento de gasto público”.
Tampoco en citadas memorias, y esto es aún más grave, es habitual
certificar que las medidas que se buscan implantar van a poder ser asumidas y
aplicadas, desconociéndose así, en no pocas ocasiones de forma interesada, que
la inmensa mayoría de las normas necesitan para su andadura de un soporte económico,
a veces muy cuantioso y elevado, por lo que, cuando el mismo no se prevé de
forma adecuada, se originan unas normas ineficaces, habiendo escrito Laporta
San Miguel que cuando el legislador promulga una norma para la que no presta
apoyo económico está haciendo algo parecido a engañar al ciudadano.
Y, con alcance más general, Muñoz Machado ya había indicado: “Los
legisladores han sido hasta hoy muy proclives a desvincular su tarea de una
evaluación previa de los medios disponibles para llevar a la práctica las
normas que aprueba, de manera que, al no mediar la valoración dicha, se produce
cada vez con más frecuencia el fenómeno de que determinadas leyes quedan sin
aplicación porque la Administración ejecutora de la misma carece de los medios
necesarios para cumplir semejante encargo. Una ley dictada careciendo de «cobertura administrativa» es por ello,
estrictamente, una ley inútil, en cuanto que no se va a aplicar y ha requerido
un esfuerzo de confección y debate que podría haberse ahorrado”.
Añado,
que ya Montesquieu, en su L’Esprit des Lois, había señalado que
las leyes inútiles debilitan las necesarias; y que, en iguales términos, Mably,
en De la Législation ou Principes des
Lois, había recomendado que antes de publicar una ley el legislador debía
preguntarse si era necesaria “porque toda ley inútil es innecesariamente
perniciosa”.
Por todo ello, en suma, considero imprescindible que se dote a
dichas memorias de la importancia y trascendencia que las mismas, es indudable,
tienen, sin que las mismas puedan, ni deban, concebirse como meras cláusulas de
estilo.
Similares
consideraciones cabe hacer de los informes
de las Secretarías Generales Técnicas, a los que la normativa aplicable,
tanto estatal como autonómica, aluden de forma lacónica, no señalando, por
ejemplo, cuál deba de ser su contenido, y ni tan siquiera el momento en que
deben emitirse.
Parece
evidente, por lo demás, que la posibilidad de que el contenido de estos
informes sea crítico con la redacción propuesta choca con graves dificultades,
debido a la posición jerárquicamente subordinada del titular de este centro
asesor y de su pertenencia al colectivo del personal de confianza política.
No
es por ello realista esperar, como ha escrito Santamaría
Pastor, que este informe desautorice un texto redactado por iniciativa
del Ministro o Consejero correspondiente, siendo esto lo que justifica que
estos informes sean también en bastantes ocasiones rutinarios, y no incluyan un
análisis de fondo de la norma proyectada, tal como ha resaltado Rubio Llorente, y la práctica demuestra de forma
fehaciente, según denunció el Consejo de Estado en su Memoria del año 2002.
Y
parecidas críticas cabe efectuar, por último, en relación con el denominado informe de impacto de género, palabra
adoptada, en la conferencia de Pekín de 1995, del vocablo inglés gender, para combatir la violence of gender (la ejercida por los
hombres sobre las mujeres) y la gender
equality de mujeres y hombres, y que se reiteró en los documentos emanados
de la reunión convocada en el año 2000 por Naciones Unidas denomina “Beijing+5” , constituyendo esta palabra
una manifiesta incorrección, y un aberrante anglicismo, ya que, como señaló Lázaro
Carreter en uno de sus famosos dardos en la palabra: “en rigor, los nombres en
inglés carecen de género gramatical Pero muchas lenguas si lo poseen y, en la
nuestra, cuentan con género
(masculino o femenino) sólo las palabras; las personas tienen sexo (varón o hembra). A pesar de ello,
los signatarios hispanohablantes aceptaron devotamente género por sexo en sus
documentos, y, de tales y de otras reuniones internacionales, el término se ha
esparcido como un infundio”.
Citado
informe es exigible en los proyectos de Ley y de normas reglamentarias desde
que así lo dispuso la Ley 30/2003, de 13 de octubre, siguiendo
orientaciones internacionales y comunitarias, para asegurar una efectiva
política de transversalidad, asumida por la Comisión
de la Unión Europea en su Comunicación “Integrar la política de oportunidades
entre hombres y mujeres en el conjunto de las políticas y acciones
comunitarias” [COM (96), 67 final, de 21 de febrero de 1996], refrendada en los
arts. 3 del Tratado de Ámsterdam y 23 de la Carta de Derechos Fundamentales de
la UE, y reiterada en la Estrategia Marco sobre la igualdad entre hombres y
mujeres (Com. 2000, 335 final), en la que se justificó esta exigencia desde el
punto de vista de los derechos humanos y del fortalecimiento de la democracia y
de la propia UE.
Dicho
informe suele presentar también, cuando se elabora, lo que no siempre ocurre,
notorias carencias, al ser frecuente y habitual que se
limite a recoger, de manera rutinaria y de forma apodíctica, sin análisis ni
motivación alguna, la aseveración de que la disposición de que se trate no
tiene un impacto desigual para hombres y mujeres.
Es
difícil, por el contrario, encontrar la más mínima alusión a la previa
identificación de las posibles diferencias existentes en la situación de
hombres y mujeres, para así valorar a continuación los efectos de la norma en
preparación sobre unos y otras, para lo cual habría que aportar datos
estadísticos e indicadores relevantes desagregados por sexo, como bien ha
señalado Rubio Llorente, ya que sin ellos no es posible, como se indicó en la
Memoria del Consejo de Estado del año 2003, que el
informe de impacto de género responda al objetivo legalmente previsto.
Nada
de esto se suele contener en citados informes, que de manera habitual aparecen
redactados de forma muy convencional, ciñéndose, casi sin excepción, a requerir
la exigencia de introducir en los textos normativos correspondientes los
excesivos y cansinos desdoblamientos lingüísticos del tipo “el funcionario o la
funcionaria”; “el/la Presidente/a”; o a postular la utilización de frases tales
como, por ejemplo, “la persona titular del Ministerio, o de la Consejería”, en
vez de “el Ministro” o “el Consejero”, etc..
Y
todo ello en aras de evitar lo que se ha dado en denominar “lenguaje sexista”. Ello
está bien (dejando al margen que el uso de esta práctica es por completo
iliteraria, y ha conducido, según ha resaltado Lázaro Carreter, a arrebatar al
masculino gramatical la posibilidad, común a tantas lenguas, de que, en los
seres sexuados, funcione despreocupado del sexo, y designe conjunta o
indiferentemente al varón y a la mujer, al macho y a la hembra) ya que, como ha
escrito Cazorla Prieto, deben eliminarse todas las expresiones que coloquen por
cualquier vía a la mujer en situación de desconsideración u olvido.
Sin
embargo, el proceder de este modo, ocupándose de aspectos que con ser importantes
son, en definitiva, formales, y no deteniéndose, ni por asomo, en examinar si
en realidad existe un verdadero problema de discriminación entre hombres y
mujeres en la norma que se pretende implantar -y que si así fuese debería
corregirse de manera inmediata-, equivale a quedarse en la superficie, observando en exclusiva la punta del iceberg,
que, además, a lo único que conduce es a crear un lenguaje artificioso y a un
empobrecimiento de la lengua española, como se puso de relieve en el “Informe emitido por la Real Academia
Española relativo al uso genérico del masculino gramatical y la desdoblamiento
genérico de los sustantivos”, emitido a instancias del Parlamento de
Andalucía en febrero de 2006.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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