En los procedimientos administrativo y
legislativo de formación de las normas, en general y de las tributarias en
particular, debiera ser muy relevante la intervención, según su respectivo
ámbito territorial, del Consejo de Estado y de los órganos equivalentes de las
CCAA.
A estas alturas a nadie se le oculta ya
la decisiva y transcendental misión que el Consejo de Estado, como adviser to
government, ha desempeñado en su importante tarea de contribuir, de
manera muy destacada, a la depuración de nuestro ordenamiento jurídico,
eliminando de él aquellos vicios que contribuían a enturbiar las relaciones que
en un moderno Estado de Derecho deben mantenerse entre el poder político,
considerado en abstracto, y los ciudadanos, vicios que por este órgano han sido
denunciados en muchas ocasiones.
Véanse, por ejemplo, sus Memorias de los
años 1983 y 1990, en las que se señaló que “Sin perjuicio de reconocer la
fluidez propia de la realidad social y las consiguientes necesidades de
adaptación de las normas, es una aspiración razonable, al concebir y llevar a
efecto los planes de producción normativa, la de conseguir el mayor grado
posible de estabilidad en beneficio del conjunto del ordenamiento y de su más
eficaz recepción social”.
Sólo así, sigue diciendo, se evitarían:
“Las perturbaciones que, para el funcionamiento de los servicios
administrativos y la certidumbre de los administrados, se siguen del ritmo de
cambio de las normas aplicables, sin dar tiempo, en ocasiones, a que las
anteriores acrediten sus virtudes o sus defectos”.
Y lo propio: esto es, esa misma defensa
de la corrección del ordenamiento jurídico, cabe afirmar -ya en el presente y
en especial para el futuro, ya que es presumible que cada vez sean más
importantes las misiones que se les encomienden- de los Consejos Consultivos
creados, con esta u otra denominación (también se emplean las de Comisiones
Jurídicas Asesoras, Consejos Jurídicos o, simplemente, Consejos), en el seno de
los ordenamientos jurídicos autonómicos.
Todos los órganos consultivos
autonómicos, incluidos tanto los que cuentan con una expresa previsión estatutaria como los que
no, pueden ser considerados como piezas o elementos esenciales de la estructura
política de las respectivas CCAA, derivando tal condición de las importantes
funciones que tienen encomendadas, que, de forma sintética, se pueden cifrar en
el desempeño de una tarea fiscalizadora preventiva en relación con la
observancia de la Constitución, los Estatutos de Autonomía y, en general, las
normas jurídicas que resulten aplicables a los distintos supuestos de los que
conocen.
Con ello colaboran, como ha escrito Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, a la
efectividad de lo que en la Carta de Niza se denominó el derecho a una buena
administración, tanto en los actos administrativos como, en lo que ahora nos
interesa, en la actividad normativa o de preparación de textos legales,
participando con ello en lo que en la actualidad se ha convenido en llamar la
buena gobernanza.
Para el cumplimiento de estas tareas
estos órganos están dotados de plena autonomía orgánica y funcional, vedándose
así su integración en la organización autonómica de forma tal que generen
relaciones de dependencia del Legislativo o del Ejecutivo sobre cuyas
actividades normativas son llamados a dictaminar, o bien de las
Administraciones autonómicas, de cuyos actos también conocen en determinados
supuestos.
Su autonomía orgánica se manifiesta en
las potestades de las que dichos Consejos están investidos, en el estatuto de
sus miembros y en ciertos aspectos del régimen jurídico del personal a su
servicio, así como en el carácter supremo que se prescribe de sus actuaciones en
consonancia con la relevancia de sus funciones, de forma tal que emitido un
dictamen sobre un asunto del que los Consejos conozcan, de forma preceptiva o
facultativa, ya no podrá informar en Derecho sobre él ningún otro cuerpo u
órgano de la correspondiente Comunidad Autónoma.
Y su autonomía funcional se pone de
relieve en el hecho de que, dejando a salvo la circunstancia de que por razones
de urgencia el órgano legitimado para recabar los dictámenes solicite que éstos
se emitan en un plazo menor al establecido con carácter general, en todos los
restantes aspectos los Consejos no sufren interferencia alguna, apreciándose
que ello es así en cuestiones tales como la admisión o inadmisión a trámite de
las solicitudes que se le formulen; la suspensión, o no, de su tramitación a
los efectos de recabar información complementaria; y la declaración, en su
caso, de incompetencia para la emisión de aquéllos.
De todo esto se desprende, pues, la
posición de equidistancia institucional, básica para el correcto funcionamiento
de órganos de estas características, que tienen como objetivo fundamental que
la función legislativa, la potestad reglamentaria y la actividad de la
Administración se ejerzan con el máximo respeto y ajuste a la Constitución, a
los respectivos Estatutos de Autonomía, a la Ley y al Derecho, controlando que
así suceda, y denunciando la situación cuando ello no se produzca.
Y dichos controles parece conveniente y
oportuno que se realicen por parte de los Consejos Consultivos autonómicos.
Seguir entendiendo -en el marco de la
sustitución del Estado centralista por un Estado autonómico fundado en la
articulación de un sistema de poderes territoriales autónomos en el que los
elementos institucionales del modelo anterior, cuando subsisten, han de
experimentar las transformaciones que resulten necesarias para su acomodo al
nuevo diseño político constitucional- que tales misiones tienen que seguir
siendo desempeñadas por el Consejo de Estado carece de toda lógica, ya que ello
sería tanto como afirmar que el ejercicio de la función consultiva ha sido
inmune a las transformaciones constitucionales operadas.
Así fue avalado, por otra parte, por la
STC 204/1992, de 26 de noviembre, en la que se reconoció de forma abierta la
importancia de los Consejos Consultivos autonómicos -saliendo con ello al paso
de determinados posicionamientos doctrinales reacios a admitir el importante
papel que estos órganos vienen desempeñando-, y se afirmó, de forma expresa,
que cuando las CCAA hubiesen creado órganos de características similares a las
del Consejo de Estado, y se tratase de revisar actos de la propia Comunidad, el
dictamen correspondía emitirlo a dichos órganos autonómicos.
Esto es acertado no sólo desde la visión
del Estado descentralizado, sino, asimismo, desde la óptica de los principios
de eficacia y de celeridad administrativa.
Y ello porque parece claro, y la
experiencia así lo ha evidenciado de forma concluyente, que éstos órganos autonómicos responden de
una forma más rápida e inmediata a las necesidades de los ciudadanos, y de las
instituciones políticas y administrativas de las CCAA, que el Consejo de
Estado, cuyos dictámenes, en la época en que tenían que emitirlos por
inexistencia de los Consejos autonómicos, se solían demorar por largos períodos
de tiempo, por carencia de medios personales y materiales para poder actuar de
otra forma, por mucha voluntad y empeño que se pusiese en elaborarlos.
Los órganos consultivos debieran ser por
su especialización, su experiencia y la imparcialidad con que emiten sus
dictámenes, elementos claves, como bien ha señalado Montoro Chiner, en el
procedimiento de elaboración de las normas.
Y debiera considerarse como relevante,
decisiva y necesaria en especial esta intervención en aquellos casos frecuentes
–en bastantes ocasiones de manera injustificada, como ha puesto de relieve
Garrido Mayol-, en los que los anteproyectos de leyes se preparan por
consultoras externas a los Gobiernos, ya que en casos así los dictámenes de los
órganos consultivos vendrían a aportar, como bien ha indicado Meilán Gil, un
juicio independiente de origen público sobre lo que procedió en origen del
ámbito privado.
Sin embargo, y por desgracia, los
hechos, en la mayoría de los casos, nos vuelven a demostrar que también aquí
esta afirmación es casi idílica, y que la misma, en la mayoría de las
ocasiones, está alejada de la realidad.
Y ello porque las consultas a dichos
órganos consultivos se suelen realizar las más de las veces, salvo honrosas
excepciones, en cumplimiento de una enojosa obligación que no queda más remedio
que cumplir, y para no arriesgarse a recibir de los Tribunales
contencioso-administrativos, en el caso de las normas reglamentarias, el
varapalo en caso de ausencia de ellos, pero manteniendo, en lo profundo, la
convicción -al margen de nuevo de significativas y elogiosas salvedades- de que
poco, o ningún caso, se les piensa hacer.
Esto no deja de ser un contrasentido, ya
que estos dictámenes, en la gran mayoría de supuestos, ofrecen un punto de
vista coincidente o complementario con el de los redactores del texto sometido
a consulta, y rara vez opuesto al mismo.
Esto es, por otra parte, lógico, si se
tiene en cuenta que la intervención de los órganos consultivos sólo se suele
producir, al menos en los autonómicos, para dilucidar cuestiones que sean de estricta legalidad, y no de
oportunidad -a salvo de que de forma expresa así se les solicite-, que es donde
podrían surgir más discrepancias, al incidir de manera directa en asuntos
problemáticos en el debate político.
Al ser ello así, el dispensar más
atención a los dictámenes debería ser mayor de lo que es, inclusive desde una
posición interesada de quienes los solicitan, ya que éstos se verían así
legitimados en su actuación por órganos imparciales.
Debe tenerse presente a este respecto
que la intervención de los órganos consultivos, como se indicó en la Memoria
del Consejo de Estado de 1997: “(…) no cuestiona el poder de decisión, ni
sustituye al Gobierno. Al contrario, le ilumina para hacerlo más eficaz
aconsejando sólo sin obstaculizar en ningún caso el derecho y la
responsabilidad del Gobierno de impulsar una determinada orientación política”.
Y, por lo demás, se observa en la
práctica la existencia de un amplio comedimiento cuando el dictamen se emite
sobre un anteproyecto de ley, mayor que cuando se dictamina sobre un proyecto
de norma reglamentaria, y más aún que cuando se emite un juicio sobre la
legalidad de un acto administrativo, tal como ha puesto de relieve, desde su
experiencia, Font i Llovet.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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