miércoles, 14 de noviembre de 2012

LA APORTACIÓN DE LOS ÓRGANOS CONSULTIVOS A LA MEJORA DE LA TÉCNICA NORMATIVA EN MATERIA FISCAL.


Es urgente depurar la técnica normativa, y preconizar un uso adecuado y correcto de ella -mejorando la cognoscibilidad del Derecho, como se señaló en el dictamen del Consejo de Estado 621/2004, de 20 de mayo-, para con ello intentar frenar el “crepúsculo del arte legislativo”, como de forma poética lo denominó Viandier, expresión ésta que ha tenido éxito, al haber sido luego empleada por otros autores, como, por ejemplo, Gascón Abellán y Cano Bueso.
Y es que son muy numerosas las imperfecciones formales que arrastran los anteproyectos o proyectos de normas, al ser frecuente el desconocimiento total por sus redactores de las sabias máximas que se recogía en textos como el Fuero Juzgo: El Fazedor de las leyes debe fablar poco e bien, e non debe dar juicio dubdoso, mas lano e abierto; que todo lo que saliere de la ley, que lo entiendan luego todos los que lo oyeren e que lo sepan sin toda dubda  sin nenguna gravedumbre”.
O en la Novísima Recopilación: “(…) la ley (…) es también para los sabios como para los simples, y es asi para poblados como para yermos; y es guarda del Rey y de los Pueblos. Y debe ser manifiesta, que todo hombre la pueda entender, y que ninguno por ello resciba engaño y que sea convenible á la tierra y al tiempo, y honesta, derecha y provechosa”.
Y no sólo es que las ignoren, es que, más bien, parecen actuar como ese filósofo de la conocida anécdota, que dictando un texto a su secretaria, al terminar le pregunta: ¿Le parece a usted que queda bastante claro?. Y, ante la respuesta afirmativa de ésta, responde: Entonces oscurezcámoslo más.
Nos seguimos encontrando, en suma, con una multitud de normas que desconocen de forma palmaria los más mínimos criterios de racionalidad técnica a la hora de concebirlas y estructurarlas, así como las prudentes recomendaciones recogidas por Bentham en su obra Tratados de legislación civil y penal, lejanas en el tiempo pero aun siguen conservando su plena validez, de que:
“El fin de las leyes es dirigir la conducta del ciudadano y para que esto se verifique son necesarias dos cosas: primero, que la ley sea clara, esto es que ofrezca al entendimiento una idea que representa exactamente la voluntad del legislador; segundo, que la ley sea concisa para que se fije claramente en la memoria. Claridad y brevedad son pues las dos cualidades esenciales. Todo lo que contribuye a la brevedad contribuye también a la claridad”.
Comparto la imprescindible necesidad de cumplimiento y acatamiento de estos principios, también auspiciados por Neumark desde la perspectiva tributaria, en aras a alcanzar unas normas que se entiendan, que sean eficaces y que, por ello, puedan ser cumplidas de forma efectiva.
Y mucho más estaría de acuerdo con dichas recomendaciones -aunque mi renuencia viene propiciada, sin duda, por otros  intereses- si Bentham se hubiese detenido en lo ya señalado y no hubiese añadido como conclusión que este proceder, al permitir que las leyes fuesen inteligibles para los ciudadanos, conduciría a que ya “no se necesitarán escuelas de derecho para explicarlo, ni catedráticos para comentarlo, ni glosarios particulares para entenderlo, ni casuistas para desatar sus sutilezas”. 
Esto al margen, estimo incluso que la brevedad debiera ser, en todo caso, la guía a seguir en la elaboración de las normas, de acuerdo con la cínica frase de un conocido humorista español que solía afirmar, parafraseando a Baltasar Gracián: “Sed breves. Lo malo si breve dos veces menos malo”.
El desatender tan prudentes y sabios consejos, que es lo que sucede en la gran mayoría de los casos, es grave ya que, como bien ha escrito Martín Moreno, la trascendencia de los buenos usos en el lenguaje jurídico rebasa el terreno de las formas para adentrarse en el de la sustancia, en el ser mismo del Derecho.
No en vano Laporta San Miguel ha escrito que la prioridad epistémica del lenguaje sobre el Derecho supone que una correcta redacción de las normas es la puerta de entrada al contenido de esas normas, debiendo reseñarse a este respecto que una correcta técnica normativa constituye un instrumento muy valioso al servicio del principio de seguridad jurídica, tal como también se ha señalado, entre otros autores, por López Guerra y Meseguer Yebra, y por el Consejo de Estado en numerosos Dictámenes, siendo muy ilustrativos en este sentido los núms. 621/2004, de 20 de mayo, y 803/2006, de 22 de junio.
Por desgracia, el TC -al margen de lo que afirmó en su Sentencia150/1990, de 4 de octubre, en cuyo F.J. 8º se puso de relieve lo importante que es el empleo de una depurada técnica jurídica en el proceso de elaboración de las normas- poco ha contribuido a esta imprescindible mejora de la técnica legislativa.
Más bien todo lo contrario, como se comprueba, entre otras muchas que también podrían citarse, de la lectura de sus sentencias 109/1987, de 29 de junio, en la que se declaró que el juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa; 164/1995, de 13 de noviembre, en la que se manifestó que la imperfección técnica no es causa de invalidez; 195/1996, de 28 de noviembre, en la que se afirmó que el juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa,  y que el control jurisdiccional de la Ley nada tiene que ver con su depuración técnica; 225/1998, de 23 de noviembre, en la que se señaló que no corresponde a la jurisdicción constitucional pronunciarse sobre la perfección técnica de las leyes; y 273/2000, de 15 de noviembre, en la que se declaró que  no puede afirmarse que los defectos de técnica legislativa en que haya podido incurrir un precepto hayan redundado -si bien se precisaba “en la presente ocasión”, de donde puede desprenderse que en otras sí puede ocurrir-, en una merma de la vertiente objetiva de la seguridad jurídica o certeza del Derecho.
Debido a ello es particularmente importante la tarea realizada a este respecto por los órganos consultivos -el Consejo de Estado en especial, aunque también es muy elogiable la tarea desarrollada por los órganos consultivos autonómicos-, que se han ocupado de esta cuestión en numerosas ocasiones, y sobre los más diversos aspectos.
Así, v. gr., exigiendo que el título o denominación de las normas jurídicas sea lo más claro posible, exigencia ésta también requerida por la regla 7 del Acuerdo del Consejo de Ministros de 2005 sobre buena técnica normativa, en la que se indicó que el nombre de una disposición debe reflejar con exactitud y precisión la materia regulada, de modo que permita hacerse una idea de su contenido y diferenciarlo del de cualquier otra disposición.
Un ejemplo de mala técnica legislativa en esta materia viene constituido, entre otros muchos, por la “Ley 22/2005, de 18 de noviembre, por el que se incorporan al ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias en materia de fiscalidad de productos energéticos y electricidad y del régimen fiscal común aplicable a las sociedades matrices y filiales de estados miembros diferentes, y se regula el régimen fiscal de las aportaciones transfronterizas a fondos de pensiones en el ámbito de la UE”.

Como se señaló, entre otros, en los Dictámenes del Consejo de Estado 1546/1994, de 1 de agosto, 4176/1996, de 12 de diciembre, y 3024/1999, de 30 de septiembre, las Leyes no están exclusivamente destinadas a los juristas ni a los especialistas, sino principalmente a los ciudadanos, sus verdaderos destinatarios, por lo que parece evidente que  el título de esta Ley, además de ser muy extenso, utiliza una terminología con la que difícilmente puede familiarizarse el ciudadano “normal” o “medio”, que con tal denominación seguramente desconocerá completamente  cuál es el contenido concreto de esta Ley.

En la misma línea en el Dictamen 43541, de 28 julio 1981, se indicó que: “La claridad es otra cualidad indispensable de un buen Reglamento, y casi la única que justifica su existencia en un régimen político donde impera el principio de legalidad, pues de o que se trata es de desarrollar los preceptos escuetos de la ley para descender al detalle, colmar las lagunas y eliminar las dudas. De ahí que los Reglamentos, y más los Reglamentos fiscales (…) deban redactarse -sin merma del rigor jurídico- con una terminología sencilla, fácilmente comprensible, pensando que el verdadero destinatario de la norma no es el inspector, sino el contribuyente”.

Se ha de huir, por tanto, de términos y expresiones de difícil comprensión. Véanse, v. gr., los Dictámenes del Consejo de Estado 44426, de 30 septiembre 1982, 6270/1997, de 23 diciembre, y 4490/1998, de 3 diciembre, en el que se manifestó: “El proyecto que se dictamina ahora, es un caso arquetípico de confusión y falta de claridad por las continuas remisiones nominativas a las disposiciones comunitarias. En definitiva, todas las normas deben tener un componente de solidez y garantía que eviten su transformación en lo que se ha dado en llamar “derecho gaseoso, blando o borroso”, lo cual no deja de constituir un elemento de degradación de las normas. O dicho de otra forma, toda norma debe ser, en lo posible, un punto final de un proceso detenido de reflexión y análisis y en la que se utilice una técnica normativa depurada y limpia, evitando la confusión y la farragosidad”.

Y se añadió, en el Dictamen 1016/2000, de 18 de mayo, que resulta del todo punto necesario que las normas tengan un significado preciso que sea fácilmente comprensible; siendo igualmente rechazable la utilización abusiva de conceptos jurídicos indeterminados, tal como, por ej., se indicó en el Dictamen 1644/1999, de 3 de junio.

También se ha indicado que debe evitarse en la medida de lo posible la reproducción de preceptos legales en un reglamento, al haberse indicado -véanse, por ej., los Dictámenes del Consejo de Estado 44119, de 25 marzo 1982, 44669, de 14 octubre 1982, 47764, de 24 julio 1985 y 998/1998, de 12 de marzo- que deben reducirse las reproducciones del texto legal, estrictamente, a aquellos supuestos en los que el reglamento proyectado pretende completar o desarrollar la Ley, prescindiendo de aquellos preceptos que suponen sin más una reiteración de la norma legal, y, de aquellos artículos que reproducen el contenido de un artículo de la Ley introduciendo algún término o expresión que la disposición legal reproducida no contiene.

Y lo propio sucede con las remisiones normativas, ya que esta técnica, si bien confiere precisión y simplicidad al texto, y, evita las repeticiones, también es cierto que puede disminuir su claridad y comprensión, por lo que su utilización debe reducirse todo lo posible a fin evitar que la norma pierda su inteligibilidad. Véase, por ej., el Dictamen del Consejo de Estado 1446/1999, de 1 de julio, en el que se afirmó, refiriéndose a la técnica normativa seguida en la Ley del IVA, que: “deberían reducirse en todo lo posible las remisiones normativas, tanto las externas como internas, y, en cualquier caso, hacerse con indicación de la materia de que se trate, mencionando correcta e íntegramente el título de la disposición a la que se remiten, y evitando las remisiones de segundo grado”.

Aunque los argumentos a favor de reglamentar una Ley mediante un texto único, ni tienen validez general incondicionada, ni neutralizan la lógica jurídica que, a veces, puede hacer aconsejable e incluso necesaria la articulación de varios reglamentos, el Consejo de Estado siempre se ha pronunciado afirmando que lo más pertinente es el desarrollo integral de las Leyes en un solo texto reglamentario, para así garantizar mejor la seguridad jurídica y la coherencia interna de aquéllas, al ser más difícil que se realicen distorsiones y desviaciones en un reglamento único y completo que en una pluralidad de reglamentos parciales. Véanse, entre otros, los Dictámenes del Consejo de Estado 42750, de 26 junio 1980, 42751, de 3 julio 1980, 43541, de 28 julio 1981, 44426, de 30 septiembre 1982, 45284, de 15 mayo 1983, 48005, de 11 julio 1986, 53138, de 9 marzo 19895, 39/1992, de 9 de julio, 1652/1995, de 27 de julio, 2774/1995, de 14 de diciembre, y 4776/1997, de 2 de octubre.

Útil es también la recomendación del Consejo de Estado, recogida, entre otras, en sus Dictámenes 46976, de 29 noviembre 1984, 294/1993, de 8 de julio, y 497/1994, de 16 de mayo, relativa a la distinción que debe mantenerse entre un reglamento y el Real Decreto por el que mismo se apruebe, habiéndose señalado que: “Llevando a sus últimas consecuencias la distinción entre el instrumento formal que aprueba una determinada regulación -el Decreto aprobatorio- y el contenido sustantivo de esta última -el Reglamento en cuestión- las disposiciones complementarias (adicionales, finales y transitorias) deben figurar en el Decreto aprobatorio”.

Las Disposiciones derogatorias han de ser expresas, completas y terminantes. Expresa, porque se han de consignar las normas que quedan total o parcialmente derogadas; completa, porque no cabe dejar parcialmente vigente, sin citarla, una norma anterior sobre la misma materia, y terminante, es decir, no condicionada ni “en tanto en cuanto se oponga”. Véanse, por ej., los  Dictámenes del Consejo de Estado 43541, de 28 julio 1981, y 3445/1996, de 3 de octubre.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

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