La dificultad de valorar y cuantificar económicamente
los daños morales en sentido
estricto, ha conducido en ocasiones a la jurisprudencia a no estimarlos como
concepto indemnizable, habiendo escrito Marcos Oyarzun que la problemática
innata a este tipo de daños: primero, la dificultad de su prueba, dado que se
afecta un bien jurídico no material, y luego su casi imposible valoración
pecuniaria, llevó durante mucho tiempo a los Tribunales
contencioso-administrativos a la negación sistemática del daño moral, al
postular, como característica intrínseca de todo perjuicio indemnizable, su
necesaria materialidad.
Ilustrativas de esta tesis son, por ej., las SSTS de
11 abril 1972, 11 diciembre 1972, 17 enero 1975, 21 abril 1977, 10 marzo 1978,
15 noviembre 1979, 5 febrero 1980 y 20 septiembre 1982.
Por fortuna, sin embargo, otras SSTS -partiendo de la
de 12 marzo 1975, referida al conocido caso de “los novios de
Granada”, que es la que inició la nueva
orientación, que ya había sido admitida por el Consejo de Estado desde, al menos, su Dictamen de
22 octubre 1970-, como, entre otras, las de 26 septiembre 1977, 13
diciembre 1979, 18 febrero 1980, 7 diciembre 1981, 8 junio 1982, 12 marzo 1984,
18 marzo 1985, 28 enero 1986, 1 diciembre 1989, 17 noviembre 1990, 13 enero
2000, 24 septiembre 2002, y 23 octubre 2002, han
admitido de forma palmaria la necesidad de indemnizar estos daños, habiéndose afirmado
incluso, por la SAN de 23 enero 2003, que el
denominado pretium dolores es un concepto que reviste una categoría
propia e independiente de las demás, y comprende tanto el daño moral como los
sufrimientos físicos y psíquicos padecidos por los perjudicados.
En
la misma línea, en las más recientes SSTS de 23 marzo 2010 y 11 mayo 2011
se ha declarado que: “Daños morales son aquéllos que son infligidos
a las creencias, los sentimientos, la dignidad, la estima social o salud física
o psíquica de la persona: en suma, aquellos que se suelen denominar derechos de
la personalidad o extrapatrimoniales, habiendo tenido refrendo jurisprudencial la
posibilidad de indemnizarlos”.
Y este reconocimiento de la necesidad de indemnizar
también esta clase de daños se ha producido aunque la compensación sea difícil
de precisar y cuantificar, y ello por carecerse en estos casos de parámetros o
módulos objetivos, como han señalado, entre otras, las SSTS de 20 julio 1996, 26 abril 1997, 5
junio 1997, 28 diciembre 1998, 2 marzo 2000, 16 marzo 2002, 18 mayo 2002, 23 octubre 2002, y 16 enero 2003, en la que se afirmó que es doctrina
constante “que el pretium doloris carece de parámetros o módulos
objetivos, lo que conduce a valorarlo en una cifra que, si bien debe ser
razonable, siempre tendrá un componente subjetivo”, de donde se desprende que
la indemnización económica del perjuicio moral se reserva al prudente arbitrio
del Tribunal de instancia, sin otra limitación que la razonabilidad en su
determinación.
Debe tenerse presente, en cualquier caso, como se
declaró por la STS
de 30 diciembre 2002, que “el daño moral es personalísimo, de modo que sólo puede
reclamarse su reparación para un tercero cuando éste confiere su representación
para formularla o se ostenta su representación legal”.
Todo cuando se ha expuesto es de plena aplicación a
la esfera tributaria, en la que también, como ha escrito Merino Jara, los
Tribunales se muestran muy cautelosos a la hora de considerar la existencia de
daños morales acreditables como consecuencia de actuaciones de la Administración
tributaria.
Véase en este sentido, por ejemplo, la SAN de 14
noviembre 2001, en la que se afirmó, en contra de las pretensiones del
recurrente, que éste no había padecido un acoso fiscal continuado, como él sostenía, no siendo, pues, apreciable la
existencia de responsabilidad patrimonial de la Administración ,
afirmándose para ello, entre otros extremos, que: “La inspección
tributaria realizada en 1997 no se considera una muestra más del «acoso total»,
ni duró 5 meses como indica la demanda. Como quedó acreditado en el período de
prueba, la inspección no se realizó de forma caprichosa o injustificada, sino a
consecuencia del programa de selección 65015 denominado «gestión control de
obligaciones periódicas» del ejercicio 1996. Ni las formas de la inspección, ni
su duración, ni el resultado relevan ninguna anormalidad, ni menos aún una
intención de acoso o persecución del demandante, como lo demuestra que prevista
la primera comparecencia del recurrente el 30 de junio de 1997, éste solicitó 3
meses para organizar su documentación, que se le concedieron, por lo que se
señaló nueva comparecencia el 3 de octubre de 1997, con una duración de la
inspección inferior a los 2 meses, entre dicho 3 de octubre y el 26 de
noviembre siguiente, existiendo conformidad del demandante con el resultado de
la inspección, que se concretó en 3 actas de comprobado y conforme y 1 acta de
conformidad, con una liquidación por importe de 683.930 pts., incluidos
intereses de demora y sanción”.
Tampoco se reconoció la existencia de esta clase de
daños morales en la SAN de 26 abril 2002, en
la que se juzgó la reclamación de una empresa por los daños morales y
perjuicios que ella alegaba se le habían causado a consecuencia de la
publicación en un diario de tirada nacional de una noticia en la que se
afirmaba que Hacienda había reclamado a la misma una
determinada cantidad por presunto delito fiscal. La AN, basándose en una STS de
10 enero 1996, declaró que: “la vulneración del carácter reservado de los informes
de la Administración
precisa de la determinación de una autoría concluyente, requisito que no se ha
cumplido en el presente caso, donde la premisa fáctica establecida por la Sala , al declarar que no se
ha probado que la información causante de los perjuicios partiese del ámbito de
la Administración
demandada, impide declarar la responsabilidad patrimonial de ésta por no
concurrir el expresado requisito de la relación de causalidad entre el
funcionamiento del servicio público y los perjuicios causados a la entidad
recurrente, teniendo en cuenta que otras personas ajenas a la Administración
tuvieron acceso legal a las actuaciones, sin que con la prueba practicada se
haya podido determinar de forma incuestionable que la información partiera de
aquel ámbito de la
Administración ”.
Lo propio sucedió en la STS de 24 mayo 2002, que trató
la cuestión de unos daños morales
derivados de unas actuaciones penales y sancionadoras iniciadas como
consecuencia de la emisión de unas certificaciones erróneas por la Agencia tributaria,
relativas a operaciones comerciales llevadas a cabo por el recurrente, se denegó el reconocimiento de dichos daños
por ausencia de prueba de su existencia. El Tribunal precisó que en este
supuesto concreto no se había probado de forma fehaciente que hubiese existido
daño material, al no existir constancia alguna de que como consecuencia de la
actuación administrativa le hubiesen sido embargadas al recurrente cuentas
bancarias; ni daño psicológico, ya que
de este problema tampoco había prueba de ninguna clase sin que pudiera tenerse
por tal una receta en la que, obviamente, ninguna referencia se hacía a la
enfermedad que motivó su expedición, ni a la etiología de esa enfermedad, como
tampoco el enfermo para el que dicha receta se expidió; ni tampoco, por último,
daño social, relativo a una situación
de desprestigio en su ámbito profesional, perdiendo clientes, por ausencia de
la más mínima prueba sobre estos extremos.
Y también en esta misma línea cabe citar la SAN de 21
junio 2006, en la que ante una controversia que versaba sobre unos errores en el procedimiento de liquidación y
apremio de deudas tributarias se afirmó la inexistencia de responsabilidad
patrimonial de la
Administración tributaria por falta de acreditación
suficiente de que los daños físicos y psíquicos alegados y la disminución de
ingresos profesionales se hubiesen producido como consecuencia de la actuación
administrativa.
Sin embargo, tampoco faltan sentencias estimatorias
de la necesidad de indemnizar en la órbita tributaria por la causación de estos
daños morales, constituyendo muestra de ello la STS de 10 noviembre 2008.
En ella se discutía si
había existido relación causal entre las actuaciones administrativas,
representadas por un procedimiento de apremio iniciado antes de finalizar el
plazo para interponer recurso contencioso-administrativo, y los daños alegados
por el recurrente, centrándose el debate en precisar si el nexo entre unas y
otros había quedado, o no, roto, por la actuación del propio obligado
tributario o de la entidad que lo había avalado, quienes pudieron anunciar a la Administración su
intención de interponer recurso contencioso-administrativo o bien cuando se
requirió al primero para que efectuase el ingreso voluntario de la deuda
tributaria, o bien cuando se notificó a la entidad avalista el comienzo de la
ejecución de la garantía ofrecida.
El TS entendió que “ni el sujeto pasivo ni su
avalista estaban obligados a hacer aquel anuncio, por la sencilla razón de que la Dependencia de
Recaudación sólo podía iniciar el procedimiento de apremio una vez concluido el
plazo para interponer el recurso contencioso-administrativo”, concluyendo de ello con la declaración de que había
existido un anormal funcionamiento de los órganos tributarios, que originaba el
deber de reparar los daños irrogados al recurrente por la ejecución anticipada
decretada por la
Dependencia de Recaudación.
Y además, y esto es aquí lo
más relevante, también se reconocieron los daños morales que el actor había
aducido en su demanda, afirmándose a este respecto:
“El recurrente reclama
también una indemnización por los daños morales derivados del juicio ejecutivo.
Sostiene que, como consecuencia del mismo, se le embargaron todos sus bienes,
sin excepción, perdiendo su crédito profesional. La sentencia de instancia da
por probados tales daños y no podía ser de otra forma, ya que en su ramo de
prueba constan documentos acreditativos de ese embargo y de que las entidades
financieras con las que trabajaban habitualmente las tres compañías de las que
era administrador (…) le negaron una línea de crédito por importe de 50 millones
de pesetas debido a que sus bienes se encontraban trabados, viéndose obligado a
abandonar su cargo en aquellas empresas. La AN niega la indemnización por este
concepto por no justificarse la relación causal entre tales secuelas y la
actuación administrativa. Para deshacer este planteamiento basta con remitirnos
a lo razonado en el párrafo anterior. Ahora bien, hemos de precisar que la
reclamación que efectúa el actor lo es por daño moral no por un quebranto
patrimonial o por un lucro cesante, por lo que la cuantificación que realiza de
este concepto está fuera de lugar, considerando la Sala que la cantidad
prudencial que repara esa lesión moral asciende a 30.000€”.
Clemente Checa
González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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