En palabras del TC:
- El art. 31 CE no es una simple declaración programática, sino la
consagración de un auténtico mandato jurídico, fuente de derechos y de obligaciones:
STC 182/1997, de 28 de octubre.
-Los principios generales plasmados en la Constitución tienen valor
aplicativo y no meramente programático: STC 4/1981, de 2 de febrero.
-La Constitución, lejos de ser un catálogo de principios de no inmediata
vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean objeto de desarrollo
por vía legal, es una norma jurídica cuyos principios tienen un carácter
normativo que los poderes públicos no pueden desconocer: STC 16/1982, de 28 de
abril.
-Y los preceptos que integran la Constitución son todos ellos
constitucionales y, como tales, gozan del contenido y de la eficacia normativa
que de su respectiva dicción resulta: STC 206/1992, de 30 de noviembre.
Similares afirmaciones a éstas, y con parecido tenor literal, aparecen
también recogidas en, por ejemplo, las SSTC 31/1994, de 31 enero, 47/1994, de 16 de febrero,
98/1994, de 11 de abril, 240/1994, de 20 de julio, 281/1994, de 17 de octubre,
307/1994, de 14 de noviembre, 88/1995, de 6 de junio, 112/1996, de 24 de junio,
y 169/2003, de 29 de septiembre.
Y así se ha indicado también, entre otros muchos autores, por Lozano
Serrano (al señalar que no hay dificultades para concluir que los principios
constitucionales -todos- son criterios interpretativos contenidos en auténticas
normas jurídicas, con jerarquía máxima), por Lasarte Álvarez (al escribir que
los principios recogidos en al art. 31 CE no pueden entenderse como simples
declaraciones programáticas o expresiones de buena voluntad del texto
constitucional para conducirnos hacia metas teóricas, más o menos difíciles de
alcanzar, sino que son de forma inmediata operativos, obligando y limitando al
legislador ordinario), y por Rodríguez Bereijo (al poner de relieve que no cabe
distinguir entre artículos constitucionales de valor normativo y de aplicación
directa y otros que sean programáticos o de valor declarativo u orientador, si
bien es cierto que no todos los preceptos tienen idéntico nivel de eficacia).
Sin embargo,
ante los fuertes ataques que el art. 31 CE viene sufriendo, según se ha puesto
de relieve en diversas entradas de este blog, no parece, siendo realistas, que
queden más que estas dos opciones:
-O abolir sin
más el art. 31 CE, por inaplicable -ya ha señalado a este respecto Yebra
Martul-Ortega que dicho precepto “no sirve para nada”-, para así adecuar la
norma a la realidad.
-O exigir sin
cortapisas y sin ambigüedades el pleno cumplimiento de este precepto –si bien
con toda seguridad sería oportuno y conveniente rebajar en algún grado sus
exigencias, para así evitar que se pueda decir de él lo que Francis Bacon
afirmaba del gremio de los metafísicos, de quienes señaló que se parecían a las
estrellas en que “dan poca luz por estar demasiado altos”- por encima de la
atención a cualquier interés económico que milite en contra, dictando, en suma,
como ha escrito Villar Ezcurra, “actos que repercutan más en beneficio de la
colectividad que en beneficio de los mercados”.
Para esto
último, que es lo único que considero correcto, sería necesario, desde luego,
otra actitud menos conformista de los poderes legislativos de la que ahora
existe, y que se concienciasen, en suma, de que el deber de contribuir
proclamado en dicho precepto se configura, en su estructura normativa, como un
mandato dirigido a ellos para que concreten tal deber y lo doten de sanción.
En esta tarea
dichos poderes legislativos tendrían que ser secundados de manera eficaz por
las Administraciones, ya que si bien es cierto que un mal sistema tributario no
hay Administración que lo remedie, no es infrecuente tampoco, por desgracia,
que en bastantes ocasiones las Administraciones tributarias contribuyen a
agravar los problemas, por exceso, por desmesuras en el ejercicio de sus potestades,
por rigidices y por mezquindades, como ha escrito Casado Ollero, al preocuparse
las mismas más por los resultados recaudatorios que por la aplicación de dicho
sistema conforme a las exigencias de la justicia tributaria.
Entiéndase bien.
No estoy propugnando, en modo alguno, que se desatienda la recaudación
tributaria ni que, como corolario de ello, se desvíe la mirada y no se preste
la debida atención a la necesidad de acabar con el fenómeno del fraude fiscal.
Antes al
contrario, entiendo que la recaudación tributaria debe tener un papel
relevante, ya que, como es obvio, sin la existencia de recursos económicos
suficientes a disposición de los Entes públicos estos no podrían atender, de
forma eficaz y satisfactoria, las cada vez más numerosas competencias que
tienen que asumir, ni prestar, de manera adecuada, los muchos servicios que se
les demandan por los ciudadanos. Y, por otra parte, es también evidente que el
fraude fiscal, como se ha declarado, entre otras, por las SSTC 110/1984, de 26
de noviembre, 76/1990, de 26 de abril, 214/1994, de 14
de julio, 50/1995, de 23 de febrero, 164/1995, de 13 de noviembre, 182/1997, de 28 de octubre, y 46/2000, de 17
de febrero, es un fenómeno del que se derivan graves consecuencias para
la sociedad en su conjunto.
No dejando de
reconocer ambos extremos, estimo, sin embargo, que ni el interés recaudatorio,
ni la lucha contra el fraude fiscal, pueden configurarse como categorías
limitativas de derechos constitucionales. Y ello porque aquellos fines, como
bien ha expresado Pauner Chulvi, no son valores constitucionales preeminentes,
y porque no pueden hacerse primar los aspectos en exclusiva recaudatorios, por
importantes que los mismos sean, y que ya he reconocido que lo son, sobre los
principios constitucionales recogidos en el art. 31 CE, siendo ilustrativa de
ello la STC 164/1995, de 13 de
noviembre, en la que se afirmó que los temas de eficacia recaudatoria quedan,
en rigor, “fuera del campo propio de las exigencias de un sistema tributario
justo”.
Es también
necesario para defender de manera eficaz el contenido y alcance de dicho precepto
constitucional que nuestro TC deje de ser tan respetuoso y tan deferente con la
discrecionalidad política de los poderes públicos como lo que hasta ahora, en
general, ha sido en las materias tributarias.
Con ello, a mi
juicio, este órgano ha ido mucho más allá de lo que una lógica y prudente
actitud de judicial self restraint -esto es de
autocontención, de autocontrol, del Tribunal, de dejar margen al legislador
para que con libertad desarrolle la Constitución- demanda.
Hay que
convenir, con la generalidad de la doctrina, que el TC tan sólo debe declarar
la inconstitucionalidad de una norma si contrastando ésta con la Constitución
se aprecia un caso indudable de inconstitucionalidad, teniéndose que optar por
la constitucionalidad de aquélla cuando el supuesto de posible vulneración del
texto constitucional no se presente con meridiana y palpable claridad.
En esta última
situación debe jugar el principio in
dubio pro legislatore -cuyo alcance y contenido ha sido bien analizado por
Ferreres Comella -, y que, en palabras de Troncoso Reigada, significa que el TC
sólo puede declarar inconstitucionales los supuestos de contradicción clara,
los supuestos de incompatibilidad manifiesta entre un precepto constitucional y
una Ley, teniéndose que decantar en los casos oscuros y difíciles (los hard cases) por la legitimidad de la
opción normativa elegida por el legislador. En definitiva, como ha escrito
Carrillo, cuando una sentencia anula una ley ha de ser una solución extrema,
siempre que de su contenido no sea posible deducir de manera racional una
interpretación adecuada a la Constitución.
Con ser evidente
y no discutible esta necesidad de optar por la legitimidad de las normas en los
casos oscuros, este proceder puede conllevar, sin embargo, que el TC abdique de
su cometido y de la eficaz realización de sus funciones, olvidándose así sus
miembros de que deben essere giudici, non
propaggini, esto es, jueces, y no esquejes o ramificaciones del poder, como
todo acierto propugnó Zagrebelsky.
A esto también
se han referido, desde la perspectiva del Derecho tributario, y entre otros
autores, Sánchez Serrano -quien de manera muy crítica ha escrito que nuestro TC
ha venido actuando más a modo, casi, de un órgano consultivo, de un órgano
reforzador o legitimador del poder gubernamental, e incluso, a veces, de
algunos de sus excesos inconstitucionales, que como un verdadero Tribunal de
garantías constitucionales-, Fabra Valls, Palao Taboada, Sánchez Pedroche,
Fernández Rodríguez y Falcón y Tella,
quien ha indicado que la jurisprudencia constitucional ha venido demostrando en
materia tributaria un incomprensible temor a declarar la inconstitucionalidad
de las normas enjuiciadas, no habiendo alcanzado, por ello, el grado de
coherencia y rigor que sería deseable en el control del legislador tributario y
en la protección de los derechos fundamentales.
Así fue
denunciado también en el Voto Particular, formulado por Rodríguez Bereijo y al que se adhirieron los Magistrados González Campos, Viver Pi-Sunyer y
Vives Antón,
a la muy criticable STC 107/1996, de 12 de junio, al afirmarse en él que el principio de la deferencia hacia el Legislador “determina una abdicación
misma de nuestra propia jurisdicción constitucional sobre la Ley”.
A esta circunstancia se añade, otras veces, el miedo que el TC tiene a ocasionar con sus
decisiones una catástrofe presupuestaria, como han señalado, entre otros
autores,
Rubio Llorente, García de Enterría y Herrera Molina,
siendo paradigmática de esta línea la STC 45/1989, de 20 de febrero, que
inauguró en nuestro Derecho la técnica la llamada por el Tribunal Supremo
americano prospectividad del fallo, y que introdujo un punto de inflexión con
la doctrina precedente del propio TC, como, entre otros autores, han señalado
Gutiérrez de Gandarilla y Concheiro del Río.
Esta tesis de
limitar los efectos de las sentencias del TC cuando el fallo puede “repercutir
gravemente en el equilibrio financiero del Estado”, por emplear las palabras de
Gómez Corona, ha sido, por cierto, muy criticada por el Tribunal de Justicia de
Luxemburgo desde su sentencia de 11 agosto 1995, asuntos C-367 a 377/93, Roders BV,
al declararse en ella que proceder de esta forma significa que “las violaciones
más graves recibirían el trato más favorable, en la medida en que son éstas las
que pueden entrañar las consecuencias económicas más cuantiosas para los
Estados miembros. Además, limitar los efectos de una sentencia basándose
únicamente en este tipo de consideraciones redundaría en un menoscabo
sustancial de la protección jurisdiccional que los derechos de los
contribuyentes obtienen de la normativa fiscal”.
Sea cual sea la
razón última de este proceder del TC: ya sea por deferencia al legislador, ya
por temor a las consecuencias económicas, lo cierto es que el resultado final
es un déficit del control constitucional tributario, que, con cierta
frecuencia, queda restringido al lamento de los votos particulares o a meras
“amonestaciones” al legislador, como han afirmado, entre otros autores, Herrera
Molina y Malvárez
Pascual.
Esto es lo que,
con toda probabilidad, ha conducido a Yebra Martul-Ortega a señalar que buscar
la protección constitucional en la jurisprudencia puede resultar decepcionante,
palabras a las que se suma López Espadafor cuando se refiere “a las vagas y
poco útiles referencias con las que a veces nos ha desilusionado o defraudado
nuestro TC”; pronunciándose también en términos similares, aunque con alcance
más general, García
Roca y Fernández Farreres, quien ha escrito que: “No se
encuentra nuestra justicia constitucional en su mejor momento. Su decadencia,
que amenaza con desembocar, si no ha desembocado ya, en una profunda crisis,
resulta incuestionable. El relevante papel que la justicia constitucional
española tuvo en sus primeros años de andadura, ha ido decayendo de manera
progresiva hasta llegar a un punto crítico cuya superación demanda con urgencia
la adopción de drásticas medidas reformadoras”.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
No hay comentarios:
Publicar un comentario