Ya señalé en la entrada
“Reembolso del coste de las garantías aportadas para obtener la suspensión en
vía económico-administrativa” el estado de la cuestión en relación con los
gastos de los avales, poniendo de relieve que la normativa tributaria ha avanzado
de manera significativa en su regulación.
Ello no obstante, aún restan
pasos fundamentales a dar en este ámbito, y uno de ellos es, sin duda, el de
reconocer de forma abierta en la norma que los reclamantes a quienes se
reconozca que tienen razón en su pretensión impugnatoria frente a la Administración
tributaria, tienen derecho, además, a ser resarcidos por la misma también de
los demás costes que el procedimiento les pueda haber ocasionado, tales como
los de abogado, procurador, peritos, etc.
A ellos no alude, sin embargo,
de forma directa la normativa vigente, y, es más, en el caso de los abogados,
nos encontramos, además, con la dificultad añadida para reconocerse al
interesado el resarcimiento de estos gastos, con la circunstancia -vigente
desde que la Ley
25/1995, de 20 de julio, de Modificación parcial de la LGT , suprimió el art. 13 TAPEA-
de que ya no es preceptiva la intervención de los mismos para interponer una
reclamación económico-administrativa, por lo que, en definitiva, su
intervención es potestativa.
Por tanto, ante esta regulación
-cuyos antecedentes, justificación de la reforma, y estado de la cuestión,
fueron analizados de forma minuciosa y exhaustiva por la STS de 7 mayo 1998, Recurso de
Apelación núm. 4154/1992- parece que la única solución posible es la de que
cuando el reclamante se haya auxiliado de un abogado para interponer una
reclamación económico-administrativa, y ésta se resuelve en su favor, no tiene
derecho a ser resarcido por la Administración de los gastos en que haya
incurrido para contratar a dicho profesional, habida cuenta que la actuación
del mismo ha sido de forma libre querida y buscada por el reclamante, toda vez
que el ordenamiento jurídico no le ha forzado a tal proceder.
Así se afirmó, por ej., por la SAN
de 24 marzo 1997, Recurso contencioso-administrativo núm. 22/1996. Y así se
pronunció también el Consejo de Estado en su dictamen de 18 abril 2002, en el
que se indicó que en la medida en que en la vía económico-administrativa no
resulta preceptiva la intervención de letrado (art. 33 RPREA de 1996), tales
costes no son indemnizables, por tratarse, en definitiva, de unos gastos que
tuvieron su origen en la propia conducta de la parte interesada, quien de forma
libre decidió recurrir a los servicios de un abogado, quedando, en
consecuencia, así rota la relación de causalidad.
Pese a que formalmente estas
afirmaciones son correctas, es conveniente y razonable, a mi juicio, no ser tan
tajante sobre este extremo, porque una cosa es que ya no sea obligatoria la
preceptiva intervención de Letrado en la vía económico-administrativa; y otra,
bien distinta, es que en no pocas ocasiones los particulares para poder
defenderse de manera adecuada, a la vista de la complejidad del ordenamiento
jurídico tributario, precisan el amparo de un profesional experto en la
materia, ya que en caso contrario se encontrarán en una difícil situación,
corriéndose un riesgo muy elevado de que sus pretensiones no prosperasen por no
haber sabido articular de forma eficaz los correspondientes alegatos de
defensa, con el evidente perjuicio que ello implica.
Por ello, en suma, considero
que deben distinguirse los distintos supuestos que en la práctica se pueden
producir, y así si el reclamante recurre a un Letrado en un asunto no
excesivamente complejo, siendo por ello razonable que él se pueda defender por
sí mimo, no cabría luego solicitar el resarcimiento de dichos costes.
En cambio, si, por el
contrario, la cuestión es compleja técnicamente, y por ello muy complicado que
el interesado por sí sólo, sin una adecuada ayuda jurídica, pueda hacer valer
sus pretensiones de la forma más satisfactoria, o menos gravosa, posible,
parece justo que de llegarse a una solución condenatoria de la Administración y
favorable, pues, a quien reclame, éste sea resarcido de los costes económicos
que le supuso contratar a un profesional, cuya intervención ha resultado
decisiva para el resultado alcanzado, que, de otro modo, casi con seguridad, no
se hubiese producido.
Esta tesis ha sido mantenida
por la AN en diversas ocasiones, siendo ilustrativas de ello, entre otras, sus
sentencias de 16 diciembre 1996, Recurso contencioso-administrativo núm.
1494/1993, 18 septiembre 2002, Recurso contencioso-administrativo núm.
241/2000, 22 septiembre de 2003, Recurso contencioso-administrativo
núm. 453/2000, 22 marzo 2005,
Recurso contencioso-administrativo núm. 336/2002, 22 julio 2005, Recurso
contencioso-administrativo núm. 105/2003, 10 febrero 2006, Recurso
contencioso-administrativo núm. 549/2003, 30 marzo 2006, Recurso
contencioso-administrativo núm. 12/2004,
y 19 mayo 2006, Recurso contencioso-administrativo núm.
27/2005.
Análoga doctrina se ha
sustentado también en, por ej., las SSTSJ Comunitat Valenciana de 24 enero
2002, Recurso contencioso-administrativo núm. 2773/1998, 15 julio 2004, Recurso
contencioso-administrativo núm. 504/2000, y 12 mayo 2005, Recurso contencioso-administrativo
núm. 942/2003, y del TSJ Andalucía (Granada) de 29 enero 2001, Recurso núm.
1153/1997.
Sin embargo, el TS, por medio de su sentencia de 14 julio 2008,
Recurso de casación para la unificación de doctrina núm. 289/2007, desestimó esta
tesis, basándose para ello en la doctrina por él sustentada de que no existe
responsabilidad patrimonial de la Administración cuando ésta ha actuado dentro de
unos márgenes razonables y razonados, ya que cuando ello sucede no es posible
apreciar la antijuricidad del daño y, por ello, el interesado está obligado a
soportar el posible daño a él causado, afirmándose a este respecto que:
“Resulta innegable que la
precisión de esa ubicación objetiva del sujeto pasivo en el sistema jurídico,
que define si está obligado a soportar el daño y, por consiguiente, la
condición de este último y el deber de reparación de la Administración ex art. 106, apartado 2, CE, se perfila
gracias a elementos de muy diversa factura: unos tienen que ver con la
naturaleza misma de la actividad administrativa y otras con las condiciones
personales del afectado.
En efecto, el panorama no es
igual si se trata del ejercicio de potestades discrecionales, en las que la Administración
puede optar entre diversas alternativas, indiferentes jurídicamente, sin más
límite que la arbitrariedad que proscribe el art. 9, apartado 3, CE, que si
actúa poderes reglados, en lo que no dispone de margen de apreciación,
limitándose a ejecutar los dictados del legislador. Y ya en este segundo grupo,
habrá que discernir entre aquellas actuaciones en las que la predefinición
agotadora alcanza todos los elementos de la proposición normativa y las que,
acudiendo a la técnica de los conceptos jurídicos indeterminados, impelen a la Administración a
alcanzar en el caso concreto la única solución justa posible mediante la
valoración de las circunstancias concurrentes, para comprobar si a la realidad
sobre la que actúa le conviene la proposición normativa delimitada de forma
imprecisa. Si la solución adoptada se produce dentro de los márgenes de lo
razonable y de forma razonada, el administrado queda compelido a soportar las
consecuencias perjudiciales que para su patrimonio jurídico derivan de la
actuación administrativa, desapareciendo así la antijuridicidad de la lesión
(…).
Ahora bien, no acaba aquí el
catálogo de situaciones en las que, atendiendo al cariz de la actividad
administrativa de la que emana el daño, puede concluirse que el particular
afectado debe sobrellevarlo. También resulta posible que, ante actos dictados
en virtud de facultades absolutamente regladas, proceda el sacrificio
individual, no obstante su anulación posterior, porque se ejerciten con los
márgenes de razonabilidad que cabe esperar de una Administración pública
llamada a satisfacer los intereses generales y que, por ende, no puede quedar
paralizada ante el temor de que, si revisadas y anuladas sus decisiones, tenga
que compensar al afectado con cargo a los presupuestos públicos, en todo caso y
con abstracción de las circunstancias concurrentes. Esta idea cobra especial
fuerza tratándose de la
Administración tributaria, a la que el constituyente y el
legislador demandan una actitud activa consistente en, como ya hemos apuntado,
comprobar, investigar, inspeccionar y, si procede, corregir los hechos de los
administrados con trascendencia fiscal. Con esta perspectiva parece evidente la
diferencia, a los efectos que nos ocupan, entre, por ejemplo, la situación de
un sujeto pasivo que acude al asesoramiento legal para enfrentarse a una
liquidación impositiva practicada en el ejercicio de una potestad groseramente
prescrita que la del que utiliza el mismo instrumento a fin de discutir otra en
la que se eliminan como gastos deducibles los intereses pagados por un
establecimiento en España a una sociedad matriz foránea como retribución de la
financiación que recibe de ella.
En definitiva, para apreciar si
el detrimento patrimonial que supone para un administrado el pago del
asesoramiento que ha contratado constituye una lesión antijurídica, ha de
analizarse la índole de la actividad administrativa y si responde a los
parámetros de racionalidad exigibles. Esto es, si, pese a su anulación, la
decisión administrativa refleja una interpretación razonable de las normas que
aplica, enderezada a satisfacer los fines para lo que se la ha atribuido la
potestad que ejercita”.
Esta doctrina -pese a que en
esta Sentencia se afirma que “con este planteamiento no se «subjetiviza» el
instituto de la responsabilidad patrimonial de las organizaciones públicas, que
sigue haciendo abstracción de todo elemento culpabilístico en la conducta
administrativa, sino, muy al contrario, se traslada el debate a un dato de
innegable talante objetivo cual es el resultado, indagando su antijuridicidad”-
constituye, a mi juicio, una evidente muestra de la actual tendencia a la
subjetivización por parte de la jurisprudencia de la responsabilidad
patrimonial de la
Administración , alejándola de sus primitivas líneas objetivas
a ultranza, lo que es fruto, sin duda de la necesidad de acotar a límites
razonables las muy numerosas demandas de responsabilidad patrimonial.
Con todo, y aun partiendo de
esta premisa, que en líneas generales debe reputarse acertada, entiendo que
esta STS de 14 julio 2008 (cuya
doctrina se reiteró por sus sentencias de 22 septiembre 2008, Recurso de
Casación núm. 324/2007, 10 noviembre 2009, Recurso de casación para la
unificación de doctrina núm. 184/2008, 1 diciembre 2009, Recurso de Casación núm. 48/2009, 15
junio 2010, Recurso
de Casación núm. 4634/2008, y 6 julio 2010, Recurso de Casación núm. 2044/2006)
ha ido más lejos de lo que puede considerarse razonable.
Y ello porque, como bien ha
escrito Pérez Pombo, al establecer como criterio que cuando el acto
administrativo es acorde con una “interpretación razonable” de la norma no se
produce lesión o daño antijurídico, debería haberse señalado cuál es el órgano
competente para definir y calificar la actuación administrativa como razonable
o no, siendo sumamente difícil, como señala este mismo autor, que un TEA califique
un acto administrativo como irrazonable, y más aún que sea la propia
Administración la que, al conocer la pretensión del obligado tributario de
responder patrimonialmente reconozca y califique un acto propio como
antijurídico, por lo que, en la práctica, “el criterio del Tribunal supone que
el contribuyente, además de los costes que deberá pechar para afrontar la
defensa de sus intereses en la vía económico-administrativa, deberá hacer
frente a costes adicionales para sustentar el procedimiento de exigencia de
responsabilidad patrimonial en sus distintas fases e instancias”.
Ello, a juicio de este autor, supone una barrera
prácticamente definitiva para que el obligado tributario consiga que la Administración
tributaria le indemnice por sus errores, y conlleva, en palabras de Merino Jara,
que a partir de ahora el resarcimiento en esta esfera va a ser la excepción, y
no la regla.
Ello no obstante, debe indicarse que en otras más
recientes SSTS, tales como las de 18 febrero 2011, Recurso de Casación núm.
3986/2006, y 11 mayo 2011, Recurso de Casación núm. 64/2007, parece
desconocerse la doctrina por él sustentada en sus anteriores, y ya citadas, sentencias,
al afirmarse en la primera
de estas últimas que “esta Sala viene distinguiendo entre los
honorarios que se hubieran tenido que abonar para efectuar la reclamación
administrativa y aquellos otros que se devengan como consecuencia del ejercicio
de acciones judiciales, apreciando, en supuestos como el que aquí nos ocupa de
responsabilidad patrimonial, la procedencia de que los primeros, pese a su
carácter voluntario, conformen el quantum
indemnizatorio, en atención a la necesidad de contar con asesoramiento jurídico
por la complejidad del asunto, pero no así la de los segundos, y ello al tener
en cuenta que en estos casos opera el instituto jurídico de la condena en
costas”.
Es cierto que en dicha STS de 18 febrero 2011 no se
terminó reconociendo la pretensión del recurrente de ser indemnizado por los
gastos del letrado que le había asistido en vía económico-administrativa; pero
ello fue debido a que, según se afirma en esta Sentencia, “el documento
aportado con la demanda carece de garantías suficientes para concederle valor
probatorio, ya no solo si atendemos a la fecha de su confección, posterior a
una minuta que adolecía de la concreción que ahora con el documento se ofrece,
sino también porque se incluyen en él unos honorarios como devengados en vía
administrativa que requerían un mayor apoyo probatorio, de fácil aportación.
Pero es que además llama poderosamente la atención el elevado montante de esos
honorarios devengados en vía administrativa en relación con los devengados en
vía judicial, hasta el punto que permite considerar que se trata de un
documento confeccionado "a la carta", con el preconcebido propósito de
que sirva de justificante para de dar acogida a la pretensión”, por lo que hay
que entender que si citado documento no hubiese presentado las anomalías que le
imputa el Tribunal si se habría reconocido esta petición del actor.
Desconozco si estas SSTS de 18 febrero 2011 y 11 mayo
2011 suponen un cambio de rumbo en esta cuestión o si, por el contrario,
implica que los ponentes de las mismas desconocían la doctrina de las antes
referidas SSTS cuya
doctrina era contraria. El tiempo nos confirmará cuál de estas dos hipótesis es
la correcta.
Clemente
Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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