Ya indiqué en la entrada “La interpretación de las normas tributarias”, que en el art. 12 LGT, que trata esta cuestión, se realiza una expresa remisión al art. 3.1 CC, disponiéndose que las normas tributarias se interpretarán con arreglo a lo dispuesto en este último precepto.
Entre los criterios interpretativos admitidos en Derecho, y expresamente recogidos en dicho art. 3.1 CC, uno de los que mayor interés presenta es indudablemente el de la realidad social del tiempo en que las normas han de ser aplicadas, lo que supuso, en palabras de la doctrina, la aportación mayor del Título Preliminar de dicho Código.
Es éste, en cualquier caso, es un criterio interpretativo sumamente delicado en su utilización, puesto que un uso desmedido del mismo puede conducir a la arbitrariedad en la interpretación, haciendo primar los criterios subjetivos del intérprete sobre la voluntad de la ley, extremo éste al que se refiere, por ejemplo, la STS de 28 mayo 1996, en la que, con cita expresa de otra sentencia de este mismo Órgano de 28 noviembre 1984, se declaró de forma taxativa que la utilización del elemento sociológico no puede hacer inaplicable una norma.
Así se puso de relieve, igualmente, en la propia EM del Decreto 1836/1974, de 31 de mayo, por el que se sancionó con fuerza de ley el texto articulado del Título Preliminar del CC, en la que se indicó que: “La ponderación de la realidad social correspondiente al tiempo de aplicación de las normas introduce un factor con cuyo empleo, ciertamente muy delicado, es posible en alguna medida acomodar los preceptos jurídicos a circunstancias surgidas con posterioridad a la formación de aquéllos”.
Con todo, y dejando al margen posibles desviaciones y abusos que se puedan eventualmente cometer, este método de interpretación es muy útil, puesto que mediante su adecuado empleo se evita el “anquilosamiento de la doctrina jurisprudencial” (STS de 22 enero 1988) y se permite “la adecuada y justa flexibilidad de criterio para así poder (el juzgador) acomodarse a las circunstancias específicas que concurren en cada caso” (STS de 22 marzo 1988), siendo este criterio el que posibilita la adecuada evolución de los conceptos tributarios.
Ello no supone la posibilidad de atribuir facultades normativas al intérprete, sino tan sólo el reconocimiento de la necesidad de atemperar el principio implícitamente contenido en la norma a las situaciones, necesariamente cambiantes como efecto de la evolución social.
En suma, el empleo de este método interpretativo viene exigido por la propia historicidad del Derecho, puesto que el texto normativo es genérico y abstracto, debiendo, pues, adaptarse a la cambiante naturaleza de las cosas; porque la redacción de la norma está aprobada por una voluntad humana en cuya formación influyeron las circunstancias del momento en que se promulgó, por lo que el cambio de circunstancias debe tener, por tanto, alguna influencia en la determinación del contenido actual de la ley; y porque en la interpretación se ha de tener en cuenta asimismo el elemento sistemático, lo que implica poner en relación la norma a interpretar con otras que con posterioridad se hayan dictado, pudiendo resultar de ello una interpretación que adapte el contenido de la norma a las circunstancias actuales, en tanto que los criterios del legislador, en decisiones más recientes, estén, como es lógico, más actualizados.
En definitiva, a través de la aplicación del método de interpretación histórico-evolutivo se persigue concretar la voluntad de la Ley, ya que ésta se separa del legislador una vez formulada, tiene una voluntad propia y autónoma que, en contacto con la vida práctica, puede adoptar valores nuevos y diversos, siendo éste un método intermedio entre el demasiado inmovilista que busca la voluntas legislatoris y la escuela de la libre investigación del Derecho, demasiado insegura.
Todas las normas jurídicas, incluidas, pues, las tributarias, son normas deontológicas, esto es, estamos en presencia de normas determinadas por una causa final, motivo éste por el que es muy importante investigar el fin de las mismas, ya que este elemento es el que con mayor facilidad nos conducirá a la aclaración de su contenido, siendo concluyente en este sentido el art. 3.1 CC, al señalar que el intérprete atenderá fundamentalmente al espíritu y finalidad de las normas, realizando, pues, una interpretación teleológica.
Esto no puede suponer desconocer el criterio gramatical; pero sí implica que el mismo tiene una importancia relativamente secundaria respecto de la interpretación teleológica y sistemática, planteamiento que se traduce en que los Tribunales no deban asumir, sin más, el resultado a que conduce la utilización de la metodología gramatical, sino que tienen que verificar dicho resultado mediante la utilización de otros criterios hermenéuticos.
Aunque el art. 3.1 CC no alude de forma expresa y de manera directa a la interpretación principialista, no se puede dudar, en modo alguno, que los criterios de interpretación que se desprenden de la Constitución son directamente aplicables a la esfera tributaria.
Así se puso de relieve con toda claridad en, por ej., la STC 253/1988, de 20 de diciembre, en la que se declaró: “la interpretación de las normas, aunque no adolezcan de oscuridad, ha de realizarse conforme a los preceptos constitucionales, lo que no sólo es posible, sino que resulta obligado ... (pues) el art. 3 CC, lejos de constituir un obstáculo a la adecuación de las normas a la Constitución, la potencia, desde el momento en que el texto constitucional se convierte en el ‘contexto’ al que han de referirse todas las normas a efectos de su interpretación”.
Y así se ha señalado, igualmente, por la práctica generalidad de la doctrina, que ha puesto de manifiesto la absoluta necesidad de que la investigación metodológica del Derecho financiero y tributario se base sobre la más amplia potenciación del contenido propio de los principios generales de tal rama jurídica recogidos en el art. 31 CE (capacidad económica, generalidad, progresividad, igualdad, no confiscatoriedad, y reserva de ley).
Y ello porque esta tarea implica, además de un freno al robustecimiento de los poderes normativos de la Administración, engarzar de manera plena con todo el movimiento de renovación metodológica del Derecho que, en los últimos años y como reacción frente al positivismo formalista, prima en toda la doctrina jurídica europea y, de manera especial, en la doctrina del Derecho público, quizá por ser en este ámbito en el que con mayor intensidad se dejaron sentir los defectos ínsitos en la concepción formalista.
En esta misma línea se ha señalado, también, que unos principios los que tienen un contenido material (por ej., la capacidad económica) serán más adecuados que otros cuya esencia es la atribución de poder (v. gr., reserva de ley); pero todos pueden, y deben, constituir métodos de interpretación, desprendiéndose de ello que el principialismo es una herramienta imprescindible para resolver gran parte de las dudas que puedan presentarse en la aplicación de las normas tributarias.
El art. 12.2 LGT dispone, por su parte, que: “En tanto no se definan por el ordenamiento tributario los términos empleados en sus normas se entenderán conforme a su sentido jurídico, técnico o usual, según proceda”.
Este precepto, cuya redacción es exactamente igual que la que se contenía en el art. 23.2 LGT 1963, realmente no dice nada, ya que deja a juicio del intérprete determinar cuándo procede utilizar uno u otro significado; pero, sin embargo, dicho precepto es importante más que por lo que dice por lo que no ha dicho, y ello se comprende perfectamente, si se le compara con el texto de esta misma norma en el que fue Proyecto LGT de 1963.
En efecto, en dicho Proyecto su art. 24, que luego sería el art. 23.2 de la Ley, se señalaba que: “En tanto no se definan por el ordenamiento tributario, los términos empleados en sus normas se entenderán conforme a su sentido usual, a no ser que expresamente se utilicen según su significado técnico o jurídico”. Con ello se estaba dando entrada por parte de los redactores del mismo a determinadas corrientes doctrinales que entendían que debía darse preferencia al significado usual de los términos, por encima de cualquier otro.
Con el paso del Proyecto de Ley a Ley lo que se hizo fue sencillamente no constreñir al intérprete en la utilización de métodos hermenéuticos, no otorgando, en definitiva, preferencia a ninguno de los criterios recogidos en el precepto, solución que se sigue manteniendo en la redacción del art. 12.2 de la actual LGT.
Por tanto, no existen criterios apriorísticos para llevar a cabo la interpretación de las palabras de las normas tributarias, por lo que ante cada caso concreto se podrá emplear uno u otro criterio en función de que sea el más adecuado para resolver la controversia suscitada, y así lo ha entendido correctamente la jurisprudencia, que en su tarea hermenéutica no se ha constreñido a tener que seguir en exclusiva ninguno de los sentidos que las palabras de una norma pudiesen encerrar, sino que siempre ha procurado buscar el más adecuado al supuesto específico objeto de controversia.
Aludiré, por último, para concluir a dos cuestiones que tienen su importancia en el tema que se viene analizando: la primera es la de si los términos empleados en una norma tributaria, que ya tienen un preciso significado técnico-jurídico acuñado o elaborado por el legislador o por la doctrina, deben ser necesariamente interpretados en ese mismo sentido; y la segunda es la de si los conceptos procedentes de otras ramas del ordenamiento jurídico deben obligatoriamente interpretarse dentro del Derecho tributario de acuerdo con su originaria significación o si, por el contrario, puede procederse de otra forma.
Respecto a la primera de las cuestiones, la doctrina ha señalado que hay que presumir que los términos son usados por la Ley en su significado técnico jurídico-tributario, ya que no parece razonable pensar que si las normas fiscales emplean términos como hecho imponible, devengo, cuota, etc., dichos términos puedan tener, salvo excepciones, otro significado que el que se les da en el seno del Derecho financiero y tributario, por lo que, en consecuencia, los aplicadores de la norma deberían respetar tales conceptos a la hora de llevar a cabo su interpretación, adoptando por tanto el contenido técnico-tributario de los mismos, a menos que los resultados de la interpretación en su conjunto condujesen de manera clara y evidente a una conclusión diversa.
En relación a la segunda cuestión apuntada, esto es, la de sí los conceptos empleados en las normas tributarias deben ser interpretados en el mismo sentido que ya tengan, en su caso, en otras ramas del ordenamiento jurídico, es ya doctrina común en la actualidad, superada la visión del tributo como un instituto jurídico odioso, que el ordenamiento tributario puede formular de manera autónoma sus propias calificaciones, siempre y cuando este proceder esté debidamente justificado.
Ello ha sido, además, expresamente aceptado por los Tribunales, como se comprueba de la lectura, entre otras, de las SSTC 45/1989, de 20 de febrero, en la que se declaró que: “Es innegable (...) que la legislación tributaria, en atención a su propia finalidad, no está obligada a acomodarse estrechamente a la legislación civil (que sin embargo tampoco puede ignorar)”; y 146/1994, de 12 de mayo, en la que se afirmó que: “(...) las reglas sobre imputación de rentas pueden normalmente tomar en consideración las normas reguladores del régimen económico-matrimonial, en cuanto son atributivas de titularidades dominicales. Ello no significa, sin embargo, que la imputación de rentas a efectos tributarios opere mediante una remisión absoluta e incondicionada de la norma tributaria a la civil (STC 45/1989, F.J. 6º), puesto que el problema constitucional de la imputación de rentas no reside en comprobar si las normas tributarias concuerdan o no con la regulación que de las relaciones jurídicas subyacentes hagan las normas civiles, sino en decidir su conformidad con los principios constitucionales aplicables a la materia, al margen del grado de armonía que se consiga entre la ley civil y la tributaria que tampoco, por otro lado, puede ignorarse y dejarse de tomar en consideración de manera absoluta.”
Estoy de acuerdo con estas consideraciones acerca de las relaciones entre el Derecho civil y el Derecho tributario -y, por extensión de las relaciones de este último con cualquier otra rama del ordenamiento jurídico-, ya que este último no puede estar prisionero de aquél (como de forma gráfica se ha afirmado, el Derecho tributario no es ancilla iuris civilis), si bien tampoco puede prescindir, sin más, del Derecho civil, ya que la autonomía de las normas tributarias tampoco puede ser entendida como una patente de corso o plena de impunidad.
Mencionada función calificadora autónoma del Derecho tributario también debe reconocerse cuando, por razones estrictamente fiscales, el ordenamiento tributario formule de manera expresa una calificación que, en caso contrario, no produciría los mismos resultados, constituyendo un buen ejemplo de ello el ya clásico recogido en la legislación del ITP y AJD de que a los solos efectos del gravamen de las OS se equiparen a las sociedades las personas jurídicas no societarias que persigan fines lucrativos, los contratos de cuentas en participación, la copropiedad de buques o la comunidad de bienes.
Nos encontramos, en estos casos, ante una modalización de la norma civil o mercantil por la tributaria, para así adaptar aquellas disposiciones a las peculiaridades del fenómeno tributario y, en particular, a sus principios básicos, que son los principios constitucional-tributarios.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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