Ya indiqué en otra entrada: “Inflación e hipertrofia legislativa en materia tributaria” que la necesidad de dar respuesta a una sociedad compleja y técnicamente complicada, los múltiples frentes de intervención a los que tiene que atender el Estado social, la profusa liberalización de sectores que ha transformado los instrumentos jurídicos hasta ahora empleados, etc., ha originado, como han indicado Montoro Chiner y Marcilla Córdoba, el surgimiento de una legislación caótica, fragmentaria, confusa y desordenada, originando que la crisis más grave de la ley sea la producida por la desvalorización que ha seguido a una inflación desmedida de las leyes como consecuencia de su multiplicación incontenible.
Tales leyes, aparte de no responder, es evidente, al paradigma clásico de la ley, tampoco hacen mucho, más bien todo lo contrario, por dotar de contenido a la estabilidad y a la certeza jurídicas, puesto que la improvisación con la que se dictan tiende a reforzar, por el contrario, su oscuridad y dificultad, como ya se indicó en la Memoria del Consejo de Estado del año 2002, en la que se afirmó:
“El apresuramiento en la redacción conduce a ello, padecen la gramática y la sintaxis, los preceptos son largos en exceso y contienen demasiados incisos de sentido no siempre claro, se abusa de los «en su caso» y de los «sin perjuicio» y de reglas generales que contienen no sólo su excepción sino acaso una excepción de la excepción misma. Además, se multiplican las remisiones de un precepto a otro, ora dentro de la propia disposición ora fuera de ella: su abundancia no añade precisión, sino que, por el contrario, hace la lectura de la norma difícil y enfadosa. Esta dificultad se torna imposibilidad de comprensión en las normas modificadoras de otras cuando las innovaciones se producen a retazos, por apartados o párrafos aislados carentes por sí solos de sentido.
De otro lado, las leyes, con frecuencia, adolecen de excesivo «reglamentismo», en cuanto contienen supuestos demasiado numerosos y concretos con mengua de la claridad del principio normativo inspirador del precepto: el espíritu reglamentista tiende a colonizar la ley y es éste otro factor de inestabilidad de las leyes. La tendencia a multiplicar los supuestos de hecho singulares no sólo alarga los preceptos sino que paradójicamente propicia la existencia aparente de los llamados «vacíos legales». La interpretación literalista y los efectos de una aplicación mecánica del principio inclusio unius, exclusio alterius acrecientan la dificultad de la aplicación de las normas”.
Y es grave que todo esto ocurra, puesto que como bien han escrito, entre otros muchos autores, Ferreiro Lapatza, Tudela Aranda, Villar Ezcurra, Rodríguez Bereijo, García Novoa, Moreno González y Vega Gómez, la certeza sobre el Derecho aplicable constituye la exigencia primaria del principio de seguridad jurídica.
Así ha sido resaltado, refiriéndose al mismo, a veces bajo la vestidura de principio de confianza legítima, el Tribunal de Justicia de Luxemburgo, que trasladó este principio de seguridad jurídica al Derecho comunitario desde el ordenamiento jurídico alemán, en el que fueron cruciales en este sentido las aportaciones de las sentencias del Tribunal Constitucional alemán de 1 julio 1953, 24 julio 1957 y, sobre todo, 19 diciembre 1961.
En la primera de ellas se afirmó que:
“El derecho constitucional no sólo se encuentra formado por los principios concretos de la Constitución escrita, sino también por un entramado de principios generales o ideas directrices interiores e interrelacionadas que han sido tomadas en consideración por el legislador en el momento de fijar la Constitución, ya que impregnan y configuran la idea anterior a la redacción constitucional, aún cuando no se encuentren concretados en principios jurídicos especiales. Entre estas ideas -que vinculan también directamente al legislador- se encuentra el principio de Estado de Derecho (...) informado, como uno de sus elementos esenciales, por la garantía de la seguridad jurídica”.
En la segunda sentencia se señaló que:
“Entre las bases en las que se funda un Estado de Derecho no se cuenta únicamente la previsibilidad, sino también la seguridad jurídica y la verdad material o justicia”.
Y en la importante sentencia del Tribunal Constitucional alemán 26/1961, de 19 de diciembre, se declaró que:
“Entre los elementos fundamentales que configuran el Estado de Derecho hay que incluir la seguridad jurídica. El ciudadano ha de poder prever las posibles intervenciones del Estado con respecto a su persona para poderse preparar convenientemente de acuerdo con ello; ha de poder confiar en que su comportamiento, acorde con el derecho vigente, seguirá siendo reconocido por el ordenamiento jurídico con todos los efectos jurídicos que anteriormente se encontraban vinculados al mismo. El ciudadano verá lesionada, sin embargo, su confianza cuando el legislador vincule a hechos anteriormente consumados unas consecuencias jurídicas que resulten más desfavorables que aquellas con las que el ciudadano podía contar al tomar sus decisiones. Para el ciudadano, seguridad jurídica significa primaria y fundamentalmente, protección de su confianza”.
Acogiendo dichas tesis, se ha pronunciado, como ya antes se indicó, el TJUE en numerosas ocasiones.
Véanse, entre otras muchas, sus Sentencias de 17 abril 1986, as. 133/84, Gran Bretaña/Comisión; 11 junio 1986, as. 235/82, Ferriere San Carlo SpA/Comisión; 15 diciembre 1987, as. 326/85, Países Bajos/Comisión; 14 febrero 1990, as. 350/88, Delacre et al./Comisión; 22 febrero 1990, as. 221/88, CECA/Fallimento Bussens; 26 junio 1990, as. 152/88, Sofrimport Sarl/Comisión; 1 abril 1993, asuntos 31/91 a 44/91, SpA Alois Lageder et al.; 19 septiembre 2000, asuntos C-177/99 y C-181/99, Ampafrance, SA; 29 abril 2004, asuntos C-487/01 y C-7/02, Gemeente Leusden, 29 abril 2004, as. C‑17/01, Walter Sudholz; 21 febrero 2006, as. C‑255/02, Halifax plc.; 22 junio 2006, asuntos C-182/03 y C-217/03, Bélgica y otros /Comisión; 16 diciembre 2008, as. C-47/07 P, Masdar; 10 septiembre 2009, as. C-201/08, Plantanol GmbH and Co. KG; 14 octubre 2010, as. C-67/09 P, Nuova Agricast y Cofra; 16 diciembre 2010, as. C-537/08 P, Kahla/Thüringen Porzellan; 24 marzo 2011, as. C-369/09 P, ISD Polska y otros; 14 abril 2011, asuntos C-288/09 y C-289/09, British Sky Broadcasting Group; 12 mayo 2011, as. C-107/10, Enel Maritsa Iztok 3; 9 junio 2011, asuntos C-465/09 P a C-470/09 P, Diputación Foral de Vizcaya; 14 julio 2011, asuntos C-4/10 y C-27/10, Bureau National Interprofessionnel du Cognac; 21 julio 2011, as. C-194/09 P, Alcoa Trasformazioni; 28 julio 2011, asuntos C-471/09 P a C-473/09 P, Diputación Foral de Vizcaya; y 28 julio 2011, asuntos C-474/09 P a C-476/09 P, Diputación Foral de Vizcaya.
Y así se ha manifestado también por el TC -que ha señalado que el principio de seguridad jurídica es inherente a la cláusula Estado de Derecho (STC 126/1987, de 16 de julio)-, siendo muy clara a este respecto su Sentencia 46/1990, de 15 de marzo.
En ella se declaró que hay que promover y buscar la certeza respecto a qué es Derecho y no, evitando provocar juegos y relaciones entre normas como consecuencia de las cuales se introducen perplejidades difícilmente salvables respecto a la previsibilidad de cuál sea el Derecho aplicable, cuáles las consecuencias derivadas de las normas vigentes, e incluso cuáles sean éstas.
A partir de este pronunciamiento esta doctrina se ha reiterado en muchas ocasiones, resumiéndose la misma en la STC 104/2000, de 13 de abril, en la que se declaró:
“Hemos dicho, con relación al principio de seguridad jurídica, que ésta viene a ser la suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad, equilibrada de tal suerte que permita promover, en el orden jurídico, la justicia y la igualdad, en libertad (SSTC 27/1981, de 20 de julio, F. 10; 71/1982, de 30 de noviembre, F. 4; 126/1987, de 16 de julio, F. 7; 227/1988, de 29 de noviembre, F. 10; 65/1990, de 5 de abril, F. 6; 150/1990, de 4 de octubre, F. 8; 173/1996, de 31 de octubre, F. 3; y 225/1998, de 25 de noviembre, F. 2). Es decir, la seguridad jurídica entendida como la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados (STC 15/1986, de 31 de enero, F. 1), como la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho (STC 36/1991, de 14 de febrero, F. 5), como la claridad del legislador y no la confusión normativa (STC 46/1990, de 15 de marzo, F. 4)”.
Parecidas consideraciones ha realizado, asimismo, el Consejo de Estado, como, por ej., se comprueba de la lectura de su Memoria del año 1992, en la que se afirmó que la Constitución garantiza la seguridad jurídica, uno de cuyos aspectos fundamentales es el de que todos, tanto los poderes públicos como los ciudadanos, sepan a qué atenerse; lo cual supone, por un lado, un conocimiento cierto de las leyes vigentes, y por otro una cierta estabilidad de las normas y de las situaciones que en ellas se definen.
Este principio de seguridad jurídica, aunque no tiene en el Derecho tributario una vigencia reforzada en especial, al contrario de lo que ocurre en otros sectores del ordenamiento, como el Derecho penal, presenta, sin embargo, como señaló Rodríguez Bereijo, una particular relevancia en materia tributaria.
Y ello por el enorme volumen, la extremada variabilidad de la legislación fiscal, sometida a un continuo proceso de adaptación y cambio, y por su carácter a menudo asistemático y carente de buena técnica jurídica, que dificulta no sólo su conocimiento y comprensión sino también, lo que es más importante cuando se trata de la aplicación de los tributos, su previsibilidad de modo que el contribuyente pueda ajustar su comportamiento económico al coste de los impuestos, de manera que pueda calcular de antemano la carga tributaria y pagar los menores impuestos posibles que las Leyes permitan.
Así se ha indicado, también, entre otros muchos autores, por García Novoa, por Moreno González y por Rubio Llorente, quien ha denunciado que en la materia fiscal da muchas veces la impresión de que se procede por impulsos, a propósito de casos singulares, sin tener en cuenta la desorientación general que esto produce.
Análogas consideraciones se recogen también en la STC 150/1990, de 4 de octubre, en cuyo F.J. 8º se puso de relieve que, en especial, había que extremar las precauciones y estar vigilantes respecto al cumplimiento de estos principios de certeza y seguridad jurídica en un sector como el tributario que, además de regular actos y relaciones jurídicas en masa que afectan y condicionan la actividad económica global de todos los ciudadanos, atribuye a éstos una participación o un protagonismo creciente en la gestión y aplicación de los tributos, puesto que una legislación confusa, oscura e incompleta dificulta su aplicación y, además de socavar la certeza del Derecho y la confianza de los ciudadanos en el mismo, puede terminar por empañar el valor de la justicia.
Nada de esto sucede, por desgracia, en la realidad diaria del Derecho tributario, en el que en muchas ocasiones, más desde luego de lo que es deseable, nos movemos en un marco que nos recuerda las palabras que gustaba pronunciar a Borges: “No estoy seguro de nada, no sé nada. Ni siquiera sé la fecha de mi muerte”.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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