Entre las diversas teorías que tratan de justificar el contenido del principio de reserva de ley ha adquirido gran auge en los últimos tiempos aquella según la que las garantías que ofrece el procedimiento legislativo son las que en la actualidad fundamentan la institución de la reserva de ley.
No estoy de acuerdo, sin embargo, con esta afirmación, y ello no sólo porque esta tesis “procedimental” no basta por sí sola para dotar a la ley de sentido, ya que tan sólo incide en “cómo” se legisla, pero no nos da cuenta acerca de “qué” se legisla, sino asimismo, y sobre todo, porque en los Estados contemporáneos los Gobiernos -estatales o autonómicos, sean del signo político que sean, poco importa a estos efectos la respectiva ideología, ya que todos terminan comportándose casi de igual manera- no sólo monopolizan el poder de iniciativa legislativa, sino que predeterminan, en un grado muy considerable, el contenido material de las Leyes que luego se aprueban en el Parlamento.
Debido a esta circunstancia el denominado procedimiento parlamentario de aprobación de las Leyes, ya sea el existente en el Estado, ya el aplicable en las CCAA, ha terminado siendo un trámite de escasa relevancia sustantiva.
El mismo incide de manera muy limitada en el contenido de las normas propuestas por el Gobierno de turno, al servir el mismo sólo para introducir, y no siempre, leves modificaciones, irrelevantes en gran parte de casos.
Por ello, dicho procedimiento -que está, por lo demás, diseñado y estructurado de forma muy precaria, como han resaltado, entre otros autores, Viandier y Biglino Campos, y con grandes deficiencias apreciables en su seno, como han resaltado Aja y Pérez Tremps- ha terminado por convertirse, en la mayoría de las ocasiones, en una solemne escenificación del proceso de ratificación de los proyectos del gobierno.
Su utilidad se reduce a servir de marco a un proceso informal de negociación limitada con grupos afines al Gobierno en orden a la introducción, a veces, de una serie de enmiendas, casi nunca sustanciales ni trascendentes.
Y ello con la idea de aparentar de esta forma un cierto grado de consenso, y alcanzar con ello una mayor legitimación jurídica posterior de lo que ya viene decidido desde el ejecutivo, por lo que los Parlamentos han terminado por convertirse en instituciones legitimadoras del proceso de decisión política.
Proceso éste que, además, suele estar muy influido, en la mayoría de las ocasiones, por organizaciones y asociaciones con fuerte peso político o económico, que suelen intervenir de forma previa en las negociaciones “secretas” que preceden a la confección de los proyectos normativos, haciendo en ellas valer sus opiniones y sus intereses, y compitiendo para obtener del sistema político regulaciones que les favorezcan, como ha señalado Becker.
Esto no deja de ser otra fuerte anomalía más del correcto proceder que en materia tan delicada como ésta debiera seguirse, ya que ello propicia, como con acierto señaló Elías Díaz, que la participación en el concierto legislativo sea restringida y desigual, ocasionándose el riesgo de subordinación de los intereses generales “bajo presión no fácilmente soportable” a los de “las más fuertes corporaciones, con residuos de democracia casi orgánica”.
Esta dinámica culmina, como ha escrito Porras Nadales, en un proceso neocorporativo de incorporación e interpenetración selectiva de demandas procedentes de grupos de intereses organizados sobre los poderes públicos, utilizando para ello instrumentos laterales para impulsar la creación, modificación y derogación de normas, propiciándose así la frecuente connivencia del poder, en muchas ocasiones por razones electorales, con los grupos de presión.
En dicha tarea, es obvio, colaboran de manera decidida, si no sería imposible realizarla con éxito, los políticos por su propio interés, conforme apuntó hace ya tiempo Fuentes Quintana, quien señaló a este respecto:
“Como Schumpeter y Downs afirmaron, un político en una democracia «trata de servir a los grupos de interés para ganar el poder. Es un empresario que vende política por votos». El gasto público constituye una oportunidad para esa competencia política. Por este motivo, el político/parlamentario que se niegue a participar en esa competencia política ofreciendo programas para un gasto mayor difícilmente ganará el poder”.
En parecidos términos se han pronunciado también Bel y Estruch Manjón, al afirmar que el objetivo de los políticos, según las escuelas de la elección pública y de Chicago, que están en el fundamento de la teoría positiva de la política económica, no sería servir al interés general sino a los intereses privados, de lo que se deduce la necesidad de llevar a cabo un análisis consistente en interpretar el sistema político como un mercado cuyos operadores enuncian de manera retórica objetivos sociales, pero persiguen en realidad sus propios intereses.
Todo ello propicia que la fuerza obligatoria de la ley ya no derive del Estado, sino, como ha escrito Irti, del consenso de las partes interesadas; y, por ende, según bien indicó Marcilla Córdoba, el surgimiento de una legislación concertada o pactada con las instituciones estatales, sin suficientes garantías de participación e igualdad de armas para todos los grupos sociales, peligro que de forma muy concluyente expuso Menéndez Menéndez cuando escribió:
“(…) en nuestro tiempo el acto de creación de Derecho legislativo es la conclusión de un proceso político en el que participan numerosos sujetos sociales particulares (grupos de presión, sindicatos, partidos,…). La consecuencia que se produce es que la ley es, cada vez más, transacción o compromiso, tanto más cuanto que la negociación se extiende a fuerzas numerosas y con intereses heterogéneos; cada uno de los actores sociales cuando cree haber alcanzado fuerza suficiente para orientar en su propio favor los términos del acuerdo, busca la aprobación de nueva leyes que sancionen la nueva relación de fuerzas; se produce así la «cada vez más marcada ‘contractualización’ de los contenidos de la ley»”.
A este fenómeno también se ha referido Marcilla Córdoba, cuando señaló que es posible que de hecho la legislación se haya convertido en un proceso negocial de do ut des, semejante al de los contratos, es decir, un proceso en el que, al igual que en el mercado, se persiguen ventajas particulares, y en el que los medios para convencer al resto de las partes implicadas son las promesas y las amenazas, siendo en ocasiones el propio ordenamiento el que favorece esta “contractualización” de la ley, al dar entrada en el procedimiento legislativo a los grupos de interés.
Y cuando ello ocurre las leyes se nos presentan no como lo que debieran ser, esto es, de acuerdo con Barcellona, como basadas en las convicciones comunes de los ciudadanos y en la común aceptación de una serie de valores o prioridades, sino como reflejo de la coyuntura de fuerzas políticas, económicas, sociales, etc., que sólo buscan su propio interés.
Con ello nos encontramos, como ya señaló un famoso filósofo escita, en presencia de leyes que son como las telarañas, por quedar prendidos en ellas los insectos pequeños, mientras que los grandes las rompen.
Y al ser así nos hallamos, sin duda, en el marco de actuación criticado con acierto por Martín Queralt cuando afirmó que el Estado:
“(…) se erige en custodio de intereses sectoriales muy determinados; situación que, en último término, pone de relieve la diferenciación no ya sólo entre los conceptos hegelianos de «sociedad civil» y «Estado», sino la apropiación de este último por parte de grupos aislados de la sociedad civil, a los que, en muchos casos, no se les puede reconocer como portavoces de los intereses generales, sino de aquéllos que son propios de una determinada parte de dicha sociedad civil y a cuya tutela se predispone todo el aparato del Estado, cual si del cumplimiento de intereses generales se tratara”.
Por otro lado tampoco el hecho de que los proyectos de leyes así adoptados se discutan con posterioridad en el Parlamento estatal, o en las Asambleas o Parlamentos regionales, dice mucho a favor de la bondad de este procedimiento legislativo.
Es cierto que con esta obligación de debatir se fuerza al grupo mayoritario, que apoya al Gobierno, del Parlamento a explicitar ante la opinión pública las razones que han motivado a adoptar la medida de que se trate, y que los partidos minoritarios pueden expresar su disenso, en su caso, con ella, en el marco dibujado por Pérez Royo, F. cuando escribió que:
“(…) en la actualidad, habiendo cambiado en la teoría y en la práctica legislativa la concepción del deber de tributar, debe reconocerse en el requisito de la intervención del Parlamento, más que una garantía de carácter individual, una regla encaminada a garantizar el derecho de la colectividad a la discusión y debate de la política fiscal en el Parlamento, es decir, en el órgano que asegura de manera más correcta la publicidad de los debates y la posibilidad de composición de los intereses respectivos entre los diferentes grupos sociales allí representados”.
Así debiera ser, y me parecería magnífico que así fuese.
Sin embargo, por desgracia, esto tampoco tiene, en la inmensa mayoría de casos, verdadera trascendencia, ya que en este cruce de opiniones casi nunca suele existir verdadero diálogo y fructífero contraste de ideas -rara vez se desiste de la propia razón para aceptar, ni siquiera parcialmente, la del contrario-, sino una mera reiteración, de cara a la galería, de las posiciones predeterminadas fuera de dichos órganos y por parte de otros sujetos.
Ello, además, se agrava en progresión geométrica, cuando un proyecto de ley se tramita por procedimientos especiales o de urgencia, que, debido a la simplificación de los trámites parlamentarios que conllevan, suponen, es evidente, una fuerte minoración y restricción de conocimiento y debate de referidos proyectos.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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