El TC en diversas ocasiones -véanse, por ejemplo, sus sentencias 134/1996, de 22 de julio, 182/1997, de 28 de octubre, 46/2000, de 17 de febrero, 47/2001, de 15 de febrero, 137/2003, de 3 de julio, y 108/2004, de 30 de junio- ha declarado que:
- Es a través del IRPF como se realiza la personalización del reparto de la carga fiscal en el sistema tributario según los criterios de capacidad económica, igualdad y progresividad, lo que lo convierte en una figura impositiva primordial para conseguir que nuestro sistema tributario cumpla los principios de justicia tributaria que impone el art. 31.1 CE.
-Que este tributo es el instrumento más idóneo para alcanzar los objetivos de redistribución de la renta y de solidaridad que la CE propugna en sus arts. 131.1 y 138.1.
-Y que este impuesto es, sin duda alguna, aquél en el que el principio de capacidad económica encuentra una más cabal proyección.
Similares expresiones también aparecen recogidas ya desde la primera frase de la EM de la vigente Ley de este impuesto, la Ley 35/2006, de 28 noviembre, en la que se afirma que el IRPF es un tributo de importancia fundamental para hacer efectivo el mandato del art. 31 CE.
La terca realidad demuestra, sin embargo, que este impuesto ha perdido en los momentos presentes gran parte de las virtudes que en otro momento hicieron exclamar a la doctrina –véanse, por ejemplo, Pérez Royo, J., García Morillo, Pérez Tremps, Zornoza Pérez, Cubero Truyo, Domingo Solans, Martín Delgado, Simón Acosta y Pauner Chulvi- que el mismo tenía un prestigio o una legitimidad, en términos de su aceptación social, que lo habían convertido en el principal protagonista del sistema impositivo, colaborando de forma muy eficaz a formar la conciencia colectiva de los ciudadanos.
Estas afirmaciones en la actualidad carecen, en buena medida, de apoyo, como bien ha resaltado Casado Ollero, quien ha escrito “que la función que (en el dogma) estuvo llamado a cumplir el impuesto, no coincide con lo que (en la norma) logró plasmar el legislador en la historia del IRPF y aún menos con lo que la realidad ha terminado asignándole en el sistema tributario vigente”.
A este respecto, es evidente e incontestable que la progresividad del IRPF se cimenta, en exclusiva, en las rentas del trabajo.
Así ha sido, y de forma unánime, reconocido por el propio legislador –por ejemplo, en las Exposiciones de Motivos de las Leyes 48/1985, 18/1991 y 35/2006-.
Por el TC, al afirmar en su sentencia 146/1994, de 12 de mayo, que: “las rentas del trabajo soportan una carga tributaria mayor que las rentas del capital”, pese a lo cual concluyó declarando, de forma sorprendente, que “ello no produce vulneración del principio de igualdad, pues ese diferente trato deriva de la distinta naturaleza de las fuentes productoras de ambos tipos de rentas, que requieren un tratamiento tributario congruente con la peculiaridad que caracteriza a cada uno de ellos”.
Por diversos Informes. Véanse, v. gr., el Informe del propio Ministerio de Economía y Hacienda sobre la Reforma de la Imposición Personal sobre la Renta y el Patrimonio de 1990, en el que se indicó que el IRPF había ido degenerando hacia un Impuesto sobre los Rendimientos del Trabajo Personal progresivo, y el Informe de la Comisión para el Estudio y Propuestas de Medidas para la Reforma del IRPF, de 13 febrero 1998, en el que se puso especial énfasis en esta cuestión, señalando al respecto que las rentas del trabajo, sometidas a un estricto y efectivo control, soportaban un gravamen efectivo superior al de otras rentas.
Y por buen número de autores, entre los que cabe citar a Martín Delgado, Utrera Mora, González-Páramo, López Díaz, Corona, Blasco Delgado, Malvárez Pascual, García Prats, Menéndez Moreno, Fabra Valls, Badás Cerezo, Arana Landín, Fernández Orte y Simón Acosta.
Este último, pese a seguir afirmando, como siempre ha sostenido, que la renta es, hoy por hoy, el mejor índice de capacidad de contribuir y la columna vertebral de la progresividad del sistema tributario, añade, sin embargo, que vamos caminando en una dirección, fruto de la dualización del impuesto sobre la renta, que no se sabe hasta cuándo permitirá seguir sosteniendo esta idea, ya que si bien el IRPF, en conjunto, sigue siendo progresivo porque los rendimientos de trabajo representan el 86% del total de rentas, sólo es progresivo respecto de dichos rendimientos.
¿Será ello debido, me pregunto, a que los Estados consideran a quienes perciben estos rendimientos como peores “clientes” que a los restantes, y por esto no les aplican los “tipos preferenciales” que se establecen para éstos?.
Aludo de manera expresa a esta terminología -que de forma incipiente está empezando a extenderse en la esfera fiscal por quienes postulan la sustitución de los términos de “contribuyente” o de “obligado tributario” por el de “cliente”, lo que no es más un reflejo más de la mercantilización de las relaciones jurídico públicas- para manifestar, dicho sea de forma incidental, mi absoluto desacuerdo con ella por las acertadas razones expuestas por Soler Roch y Arrieta Martínez de Pisón, a las que me remito.
La situación descrita, se mire como se mire -y sin que constituya ningún consuelo la circunstancia de que ocurra lo mismo en la mayoría de los países europeos, en los que también los Impuestos que gravan la renta de las personas físicas se han convertido en tributos que recaen, en esencia, sobre las rentas salariales, que son las que soportan la mayor presión fiscal efectiva- no deja de ser una palmaria y concluyente vulneración de la justicia tributaria reclamada por el art. 31.1 CE, que extiende su exigencia a todos y cada uno de los tributos que conforman el sistema tributario, como ya hace tiempo indicó Cazorla Prieto.
A la vista de esto: ¿Qué queda de la exigencia de ese “sistema tributario justo” si las únicas rentas por él incididas: las del trabajo, son precisamente aquellas que teóricamente debieran recibir una mayor protección?. En mi opinión bien poco.
Ninguna razón económica puede justificar un ataque tan directo a los valores constitucionales de igualdad y capacidad, como bien se afirmó en el Informe sobre la simplificación del ordenamiento tributario. Base imponible, renta empresarial y beneficios fiscales, dirigido por Ferreiro Lapatza.
Por ello, como ha escrito Navas Vázquez, “no parece ajustado a la realidad afirmar que el sistema tributario vigente en nuestro país ordene la contribución en función de la igualdad, ni de la riqueza, ni, por último, en función de ninguna progresividad”, ni que, centrándonos en el IRPF, se pueda seguir sosteniendo, a modo de cliché, que este impuesto es el que mejor sirve a la consecución de la justicia tributaria.
Ello está lejos de suceder en los momentos presentes, a la vista del concepto de equidad que en él se aplica, como ya puso de relieve con consideraciones que son de plena aplicación a su vigente regulación Martín Delgado.
Este criterio es también asumido por Navas Vázquez cuando afirma que ni siquiera las figuras que de forma más directa están conectadas con la capacidad económica, como el IRPF, pueden jugar un papel eficaz en la consideración equitativa de dicha capacidad.
Y por Bustos Gisbert y Artés Caselles, quienes han indicado que la vigente regulación de este impuesto genera efectos difícilmente compatibles con la idea de equidad, entre otros motivos por la carga distinta que reciben personas con un mismo nivel de ingreso pero diferente composición en cuanto a las fuentes de los mismos.
Clemente Checa González
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