Ya puse de relieve en la entrada “Algunas circunstancias que contribuyen al debilitamiento del principio de reserva de ley en materia tributaria” determinadas causas que habían conducido a esta indeseable situación, que se plasma, como ha escrito Fernández Rodríguez, en que la ley sea sólo la expresión de la voluntad de la mayoría gobernante, lo que equivale a decir de unas pocas, muy pocas, personas con nombres y apellidos, que sólo se encuentran con el pueblo una vez cada cuatro años, produciéndose con ello, como han señalado, entre otros muchos autores, Di Pietro y Leite de Campos, un progresivo debilitamiento del rigor con el que se había querido afirmar la importancia del papel parlamentario en materia tributaria, desembocando esta situación en que cada vez los ciudadanos se sienten menos representados por sus Parlamentos.
Pese a ello, y aunque sólo fuese de modo formal, se podía seguir sosteniendo, no sin cierta imaginación, la pervivencia de este principio de reserva de ley y, con ello, la construcción del mismo elaborada con mucho esfuerzo a lo largo del tiempo.
En la actualidad, sin embargo, la situación ha cambiado de forma considerable, puesto que son ya muchas las normas, o pseudo-normas, que se producen por completo al margen, y sin ninguna intervención, ni siquiera formal, de los Parlamentos -a los que Capano y Giulani han calificado como actores en busca de un guión, no existiendo garantías de que den con él, palabras que recuerdan a las ya escritas por Garrorena Morales de que el Parlamento navega, desorientado, a la búsqueda de su propia identidad-, abocando esta situación a tenerse que replantear de raíz el contenido y alcance de referido principio de reserva de ley, que siguiendo con metáforas náuticas, se está viendo arrastrado, como hizo Moby Dick con el Pequod, a las profundidades.
Todo ello se constata a poco que se repare, como bien se puso de relieve en la Memoria del Consejo de Estado del año 2002, en el conjunto de instrucciones, circulares, directrices y criterios técnicos de homologación procedentes de organismos muy variados, desde el Banco de España (circulares monetarias o no monetarias, declaración de malas prácticas) hasta las que emergen de muy numerosas Comisiones reguladoras independientes (como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de Energía, la Comisión de Telecomunicaciones, la Agencia de Protección de Datos, etc.) o vinculadas a la Administración (como la Dirección General de Seguros).
Donde mejor, sin embargo, se ha apreciado esta circunstancia ha sido a partir del proceso de integración europea, que, como ha escrito Peris García, está influyendo de manera decisiva en las políticas fiscales de los Estados miembros, y para cuya consecución se ha utilizado la técnica de desplazar al ámbito europeo las decisiones más relevantes y problemáticas, evitando y orillando así el debate democrático interno.
La consecuencia de dicho proceso es la pérdida de calidad democrática a favor de la eficacia en la actuación reguladora de los Estados en el plano económico, como ha señalado Balaguer Callejón, que añade que los mismos, gracias a los mecanismos de concertación supranacional -basados por lo general en la regla de la unanimidad o del consenso, que ha sustraído esas decisiones a su espacio constitucional y al debate público nacional-, han conseguido adoptar en Europa las medidas que no podían, o no querían, tomar a nivel interno, porque habrían generado una polémica muy intensa en el espacio público estatal.
Así, por ej., se ha expresado también Martín Jiménez, cuando indicó que el proceso comunitario ha ofrecido a los Estados miembros la oportunidad de eludir los controles por parte de los Parlamentos nacionales.
Y Alegre Martínez cuando señaló que si al fin las decisiones tomadas a nivel comunitario suponen la aprobación de medidas de consecuencias impopulares (pérdidas de puestos de trabajo por la necesidad de reducir la producción en un determinado sector económico, implicación en misiones internacionales, etc.), al respectivo Gobierno no le queda más remedio que presentar estas medidas, ante sus ciudadanos/electores, como la única solución posible, impuesta por la UE, pasando por alto que quien ha tomado esas decisiones son los propios representantes de los Gobiernos de los Estados miembros.
Así se apuntó, también, en el “Informe sobre modificaciones de la Constitución española”, elaborado por el Consejo de Estado el 16 febrero 2006, cuando en él se afirmó que: “De la propia estructura de la Unión se deriva que, con independencia de la intervención del Parlamento Europeo (y de la Comisión), son los Ejecutivos nacionales los que participan, a través de los grupos de trabajo del Consejo y en el Consejo mismo, en la elaboración de Reglamentos y Directivas comunitarias”.
Esta circunstancia de la paulatina pérdida de peso de los Parlamentos nacionales por mor del ordenamiento de la UE -que está facultada para generar Derecho, disponiendo para ello de poderes para producir normas a través de las cuales ir concretando los objetivos fijados por los Tratados, normas que constituyen “nuevas fuentes” del Derecho Tributario que presentan rasgos propios que las diferencian de las fuentes tradicionales- se produce, sobre todo, en el ámbito de la principal norma jurídica de que dispone: los Reglamentos.
Los mismos, denominados Leyes comunitarias en la terminología del no aprobado Proyecto de Constitución para Europa, tienen un alcance general, y son obligatorios en todos sus elementos y directamente aplicables en cada Estado miembro, que se elaboran al margen de los Parlamentos nacionales, y sin que éstos, por consiguiente, tengan muy poco que decir al respecto.
Las Directivas (tituladas como Leyes comunitarias en citado Proyecto de Constitución para Europa) son, en principio, más flexibles.
Éstas, si bien obligan a los Estados miembros en cuanto al resultado que deba conseguirse con ellas, les dejan en libertad para, al menos, elegir las formas y los medios de realizar dicha tarea.
Con el límite, eso sí, de que, en cualquier caso, éstos tienen que ser los “más adecuados con objeto de asegurar el efecto útil de las directivas”, según se afirmó ya en la STJUE de 8 abril 1976, as. C-48/75, no pudiéndose tampoco adoptar y aplicar, por parte de los Estados miembros, antes de que expire el plazo de transposición, aquellas medidas que pudieran comprometer la consecución del resultado prescrito por las Directiva, tal como se declaró por la STJUE de 18 diciembre 1997, as. C-129/96, Inter-Environnement Wallonie asbl.
Debe tenerse presente, no obstante, que la práctica, sobre todo la más reciente, demuestra que las Directivas suelen presentar un carácter detallado, agotando la regulación de la materia -un buen ejemplo de ello está constituido en la materia tributaria por la Directiva 2006/112/CE del Consejo, de 28 de noviembre de 2006, relativa al sistema común del IVA-, por lo que poco campo de actuación queda tampoco aquí, más allá de su mera transcripción literal, a la labor de los Parlamentos nacionales, como han escrito, entre otros autores, García-Ovies Sarandeses y Martín Jiménez.
Por ello su función, como ha puesto de relieve Calatayud Prats, se ve así desnaturalizada, “pues la función del Parlamento como Institución, esto es, como centro decisor en el que se discuten y debaten las distintas propuestas normativas y dentro de ellas las distintas opciones políticas –y que en el ámbito tributario se concretan en la creación ex novo del tributo y en la regulación de sus elementos esenciales- deja de existir”.
En estos casos, según Bustos Gisbert, presumir que la intervención legislativa en la ejecución normativa del Derecho comunitario constituye una forma de garantía de las competencias legislativas parlamentarias es, como mucho, un wishful thinking bastante alejado de la realidad. Si el margen de maniobra es mínimo, la intervención parlamentaria no es más que una participación formal sin contenido político real.
En esta misma línea Montoro Chiner ha escrito que:
“El fenómeno denominado «europeización de la legislación» o fonéticamente más sonoro «legislación europeizada» o también «europeización de las normas» está dando lugar a repercusiones negativas en el plano jurídico y en el plano político. En primer lugar, y en el plano político, los Estados están perdiendo cada vez más posibilidades de configuración normativa; el Derecho que surge de los Estados miembros en un buen porcentaje nace de forma vinculada, obligada y subordinada al engendrado por las Instituciones europeas. Cada vez se trata más de Derecho de ejecución que de Derecho de creación. Por si fuera poco, los Estados están sometidos a un plazo de trasposición que no siempre resulta adecuado para poder desplegar su propia capacidad normativa basada en reglas de razón, legalidad, oportunidad, etc.”.
Por ello tienen razón Quinty y Joly cuando afirman que: “La soberanía parlamentaria se concilia mal con la función subordinada, de ejecución, del Derecho Comunitario; el Parlamento se ve reducido a desempeñar un papel pasivo: aprueba pura y simplemente”.
O, como dice Orón Moratal, más que legislar levanta acta, a modo de fedatario público, de un texto comunitario que se integra en el ordenamiento interno con rango de ley.
Parecidas afirmaciones se contienen también en el ya citado “Informe sobre modificaciones de la Constitución española” del Consejo de Estado, de 16 febrero 2006, en el que se puede leer que:
“Los Parlamentos nacionales no suelen tener intervención alguna en la creación de esas normas (se refiere a los Reglamentos y Directivas comunitarias), teniendo que aceptar que sus propias leyes se vean desplazadas por los Reglamentos y viéndose forzados a trasponer unas Directivas que cada vez les dejan menor margen de libertad como legislador estatal, hasta el extremo de que la trasposición se reduce muchas veces a una cuestión de legalidad más que de decisión soberana”.
Y no debe olvidarse a este respecto, ni mucho menos, la propia jurisprudencia del Tribunal de Justicia de Luxemburgo, que está teniendo un relevante y decisivo papel sobre los conceptos en que se asientan los sistemas de tributación de los no residentes y de las inversiones transfronterizas, habiendo removido algunas de sus decisiones los fundamentos de los sistemas tributarios de los Estados miembros, como han señalado, entre otros autores, Veermend, Williams, Lehner y Calderón Carrero, hasta el punto inclusive de haber tachado a este Tribunal comunitario de un “excesivo activismo judicial” -Sinclair-, o de que sus decisiones han relegado a un papel secundario a la legislación comunitaria -Mutén-.
Todo ello supone, es evidente, un atentado a las exigencias derivadas del principio de reserva de ley. Como ha afirmado Ferrajoli “el proceso de integración mundial, y específicamente europea, ha desplazado fuera de los confines de los Estados nacionales los centros de decisión tradicionalmente reservados a su soberanía” -aspecto en el que insiste también Franzoni-, poniendo así en crisis “la tradicional jerarquía de las fuentes”.
Se reducen así de manera continua, en virtud de estos procesos, los deberes legislativos de los Parlamentos, como bien han señalado Capano y Giulani, y se rompe con ello, también por esta vía, el equilibrio constitucional entre los poderes del Estado, conforme ha denunciado Muñoz Machado.
Esto, no obstante, se palia, en alguna medida, por el hecho de que los Parlamentos nacionales, aún abdicando de sus funciones, lo hacen atendiendo al cumplimiento de verdaderas normas jurídicas cuales son tanto los Reglamentos como las Directivas. Por ello mucho más grave es la situación que tiene lugar como consecuencia de la proliferación de las nuevas medidas normativas que los anglosajones denominan soft-law o “legislación blanda, a las que me refiero de forma específica en la entrada “Crisis del principio de reserva de ley tributaria por el auge del soft-law”.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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