La afirmación de que toda la riqueza del país, en sus distintas formas y cualquiera que sea su titularidad, se subordina al interés general, se recoge en el art. 128 CE, precepto que es uno de los destinados a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica, tal como se declaró por la STC 1/1982, de 28 de enero, en la que se afirmó:
“En la Constitución Española de 1978, a diferencia de lo que solía ocurrir con las Constituciones liberales del siglo XIX y de forma semejante a lo que sucede en más recientes Constituciones europeas, existen varias normas destinadas a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica; el conjunto de todas ellas compone lo que suele denominarse la constitución económica o constitución económica formal. Este marco implica la existencia de unos principios básicos del orden económico que han de aplicarse, con carácter unitario, unicidad que está reiteradamente exigida por la Constitución cuyo preámbulo garantiza la existencia de «un orden económico y social justo» y cuyo art. 2º establece un principio de unidad que se proyecta en la esfera económica por medio de diversos preceptos constitucionales, tales como el 128, entendido en su totalidad; el 131.1, el 139.2 y el 138.2, entre otros”.
Lo dispuesto en este art. 128 CE constituye una aplicación directa de lo establecido por el art. 33 CE, en el que, luego de señalar en su apartado 1 que: “Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia”, se indica en su apartado 2 que: “La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes”, representando estos preceptos un equilibrio, basado en el principio de solidaridad social, en la tensión existente entre el reconocimiento del interés individual del propietario y los intereses colectivos.
Tal función social de la propiedad privada -que tienen un indudable valor jurídico, por su expresa inserción en el art. 33.2 CE, no pudiendo, por tanto, negarse su trascendencia normativa- es un elemento estructural de la misma, y así se señaló con total rotundidad en la STC 37/1987, de 26 de marzo, en la que se declaró:
“ (...) la referencia a la ‘función social’ como elemento estructural de la definición misma del derecho a la propiedad privada o como factor determinante de la delimitación legal de su contenido pone de manifiesto que la Constitución no ha recogido una concepción abstracta de este derecho como mero ámbito subjetivo de libre disposición o señorío sobre el bien objeto del dominio reservado a su titular, sometido únicamente en su ejercicio a las limitaciones generales que las Leyes impongan para salvaguardar los legítimos derechos o intereses de terceros o del interés general. Por el contrario, la Constitución reconoce un derecho a la propiedad privada que se configura y protege, ciertamente, como un haz de facultades individuales sobre las cosas, pero también, y al mismo tiempo, como un conjunto de deberes y obligaciones establecidos, de acuerdo con las Leyes, en atención a valores o intereses de la colectividad, es decir, a la finalidad o utilidad social que cada categoría de bienes objeto de dominio esté llamada a cumplir”.
La función social de la propiedad privada no es, pues, un mero límite externo a su definición o a su ejercicio, sino una parte integrante del derecho mismo, de tal suerte que utilidad individual y función social definen, en consecuencia, el contenido del derecho de propiedad sobre cada categoría o tipo de bienes, y así se ha afirmado por el TC en diversas ocasiones, pudiendo citarse, por ejemplo, en este sentido sus sentencias 227/1988, de 29 de noviembre y 170/1989, de 19 de octubre.
En la primera de ellas se señaló:
“Cierto es que no puede desconocerse por el legislador el contenido esencial del derecho de propiedad a la hora de regularlo o de establecer limitaciones al mismo, ya que en tal caso no cabría hablar de una regulación general del derecho, sino de una privación o supresión del mismo que, aunque predicada por la norma de manera generalizada, se traduciría en un despojo de situaciones jurídicas individualizadas, no tolerado por la norma constitucional, salvo que medie la indemnización correspondiente. Pero no puede olvidarse tampoco que la fijación del contenido esencial del derecho de propiedad no puede hacerse desde la exclusiva consideración subjetiva del derecho o de los intereses individuales que en cada derecho patrimonial subyace, sino que debe incluir igualmente la dimensión supraindividual o social integrante del derecho mismo".
Y en la sentencia 170/1989, de 19 de octubre, todavía de manera más clara, se indicó:
“ (...) a partir de la doctrina general sobre el contenido esencial de los derechos constitucionales, se ha señalado respecto del derecho de propiedad que la fijación de su contenido esencial no puede hacerse desde la exclusiva consideración subjetiva del derecho o de los intereses individuales que a éste subyacen, sino que debe incluir igualmente la necesaria referencia a la función social, entendida no como mero límite externo a su definición o a su ejercicio, sino como parte integrante del derecho mismo”.
Esta modulación de los derechos de propiedad de los titulares individuales -derechos que en modo alguno son reductos intangibles, como se resaltó por la STC 301/1993, de 21 de octubre-, en aras a la eficaz salvaguardia de la función social de la propiedad, no supone, acorde con lo expuesto, una privación singular del derecho a sus titulares, sino que constituye, simplemente, “una configuración ex novo modificativa de la situación normativa anterior”, modificación que el legislador puede, y debe, adoptar, para así tener adecuadamente en cuenta las exigencias del interés general, tal y como, entre otras, se ha declarado por las SSTC 227/1988, de 29 de noviembre y 41/1990, de 15 de marzo.
Esta incorporación de exigencias sociales al contenido del derecho de propiedad privada, que se traduce en la previsión legal de intervenciones públicas en la esfera de las facultades y responsabilidades del propietario es un hecho hoy admitido, aceptado y asumido por la normativa, la jurisprudencia, la doctrina y la generalidad de los ciudadanos, como se manifestó de forma palmaria en la STC 37/1987, de 26 de marzo -y en análogo sentido, v. gr., SSTC 319/1993, de 30 de noviembre y 89/1994, de 17 de marzo-, en donde se puede leer lo siguiente:
“ (...) esa dimensión social de la propiedad privada, en cuanto institución llamada a satisfacer necesidades colectivas, es en todo conforme con la imagen que de aquel derecho se ha formado la sociedad contemporánea y, por ende, debe ser rechazada la idea de que la previsión legal de restricciones a las otrora tendencialmente ilimitadas facultades de uso, disfrute, consumo y disposición o la imposición de deberes positivos al propietario hagan irreconocible el derecho de propiedad como perteneciente al tipo constitucionalmente descrito. Por otra parte, no cabe olvidar que la incorporación de tales exigencias a la definición misma del derecho de propiedad responde a principios establecidos e intereses tutelados por la propia Constitución, y de cuya eficacia normativa no es posible substraerse ... (F.J. 2º).”
En definitiva, y como corolario de lo expuesto, hay que afirmar:
a) Por una parte, que puede reputarse correcto decir que la propiedad “tiene” una función social, cumple una función social: esto es, no es un derecho que pueda construirse como si estuviera en juego sólo el interés de un individuo propietario, como si la única “ley” que rige la utilización de los bienes fuera el interés del propietario, sino que, por el contrario, la propiedad debe ser construida (esto es, debe delimitarse su contenido) de modo que se tenga en cuenta la necesidad de utilizar los bienes también en interés de la colectividad, justificando la idea de función social la existencia de límites a la utilización “egoísta” de los bienes, y también la imposición al propietario de deberes, para asegurar su utilización conforme a los intereses de la colectividad.
b) Y, por otra, que no es posible en modo alguno seguir concibiendo la propiedad privada en la actualidad “como una figura jurídica reconducible en exclusiva al tipo abstracto descrito en el art. 348.1 CC” -así se indicó de forma concluyente en la STC 37/1987, de 26 de marzo-, en el cual, sin embargo, y conviene recordarlo, si bien se configura a la propiedad como “el derecho de gozar y disponer de una cosa”, ya se eliminó, sin embargo, la expresión “de la manera más absoluta”, que aparecía recogida en el art. 544 del Code Civil de Napoleón, del que traía causa directa, y se añadió, por el contrario, la frase final “sin más limitaciones que las establecidas en las leyes”, de donde se infiere que nuestro CC ya admitió de forma clara la posibilidad no sólo de que las leyes introduzcan restricciones y limitaciones negativas en el contenido o en el ejercicio del derecho de propiedad, sino también de que las mismas puedan imponer el establecimiento, en su caso, de cargas, deberes y obligaciones positivas para el propietario.
Con ello se aprecia que el CC ya suavizó sobremanera las notas de la visión individualista del derecho de propiedad, y se dotó al concepto de una mayor flexibilidad para así hacer más factible el alcanzar una mejor composición de intereses entre los propietarios individuales y la colectividad; permitiendo, en suma, la integración del interés social, a través de las leyes, en el concepto de dominio, lo que ha permitido resolver con cierta flexibilidad y abierto espíritu los problemas generados por una sociedad en permanente cambio y evolución, facilitando, por otro lado, su más armónica conciliación con las directrices jurídicas del Estado social y democrático de Derecho proclamado en el art. 1 CE.
Por todo lo expuesto es remarcable, en suma, la importancia de la idea de la función social sobre la base de su idoneidad para operar de manera directa sobre el derecho de propiedad, lo que supone, en síntesis, que ello ha conllevado un cambio en el esquema tradicional desde el momento en que el ordenamiento prevé que el ejercicio de las facultades no se dirija sólo a la satisfacción del interés (privado) del titular, sino que también se oriente a la satisfacción de exigencias más generales de la sociedad en su conjunto, por lo que, por consiguiente, ya no existe una atribución abstracta e incondicionada de facultades, sino una atribución para que el titular realice actividades o emplee sus bienes en el sentido determinado por las Leyes.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario
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