lunes, 21 de noviembre de 2011

COMPETENCIA FISCAL ENTRE ESTADOS ¿BENEFICIOSA O LESIVA?

Cada vez con mayor intensidad desde que la “globalización económica” es un hecho evidente, con la progresiva desaparición de las barreras a la libre circulación transfronteriza de producciones y capitales, los Estados, intentando crear un clima tributario favorable que logre atraer actividades económicas hacia sus territorios,  compiten entre sí.
Esta situación plantea en toda su crudeza la cuestión de la competencia fiscal entre Estados, y la necesidad de pronunciarse acerca de si la misma es útil o perjudicial.
La respuesta a esta interrogante debería ser positiva si estuviésemos en presencia de una auténtica y verdadera competencia fiscal entre Estados, ya que si la competencia, en general, es saludable para la actividad económica, también la misma debería considerarse de esta misma manera favorable cuando se aplica a la esfera fiscal. Así se ha pronunciado parte de la doctrina, así como también, por ejemplo, las SSTJUE de 28 abril 1998, As. C-118/96, Jessica Safir, y 3 octubre 2002, As. C-136/00, Rolf Dieter Danner, de las que se desprende que la “competencia fiscal” entre Estados forma parte o está implícita en la idea del mercado interior.
El admitir esta competencia podría fundarse, por lo demás, y salvando las distancias, en la circunstancia de que en la esfera privada está admitida sin problemas la planificación fiscal  o “economía de opción”, que se estima constituye un comportamiento lícito, una actividad legítima -a diferencia de la evasión fiscal-, ya que los contribuyentes tienen derecho a organizar sus negocios de la forma que le resulte más económica, también desde el punto de vista tributario, no estando obligados de ningún modo a anteponer los intereses del fisco a los suyos propios, tal como se declaró por la Suprema Corte Americana, en el caso Helvering vs. Gregory; por la STJUE de 21 febrero 2006, As. C‑255/02, Halifax plc.; y por las SSTS de 30 marzo 1999, 15 julio 2002, 2 noviembre 2002, 28 noviembre 2003, 11 mayo 2004, 14 marzo 2005, 21 marzo 2005 y 22 marzo 2005.
Al ser esto así y, reitero, salvando la diversa posición en la que se encuentran los Estados y los obligados tributarios, bien podría convenirse que cuando aquellos emplean las armas de la competencia fiscal lo que, en el fondo, están haciendo es utilizar las normas dictadas con este fin para conseguir, en esencia, una posición que les beneficie a ellos, no pudiéndoseles obligar a que prioricen otros intereses en detrimento de los suyos propios y particulares.
Dicho esto, entiendo, sin embargo, que la competencia fiscal entre Estados -término éste que utilizado en este contexto es, además, engañoso, ya que, como han escrito algunos autores, no existe un auténtico “mercado” en el que actúen de forma libre las fuerzas de la oferta y de la demanda en interés de la eficiencia en la producción y distribución de bienes y servicios, sino un juego de intereses políticos y económicos perjudicial para aquellas rentas carentes de auténtica movilidad- muestra un perfil asimétrico, al restringir su ámbito de actuación a la captación de factores dotados de una inherente movilidad.
Así se indicó también en el documento sobre la fiscalidad en la UE debatido por los Ministros de Economía y Hacienda el 13 abril 1996 en Verona –SEC (96) 487-, en el que se afirmó que si bien la competencia leal es un componente clave del Mercado único, la competencia desleal, en cambio, es preocupante en el ámbito fiscal por sus potenciales efectos negativos, en particular sobre los ingresos fiscales de los Estados miembros, sobre la eficiente asignación de los recursos económicos en la UE, y sobre la competitividad y el empleo.
Estimo, por todo ello, que esta competencia desleal entre Estados si es rechazable y tiene que hacerse frente a la misma, ya que está propiciando que los inversores reduzcan su factura fiscal, desviando sus recursos para el disfrute de regímenes fiscales preferenciales, lo que condiciona las cargas tributarias exigibles en el origen para evitar la deslocalización, y, al propio tiempo, la consolidación de diversas fórmulas de evasión y un fraude internacional masivo y organizado.
Cabe entender, por todo ello, que cuando un Estado dicta normas fiscales con el exclusivo objeto de atraer inversiones y capital a su territorio lo que, en realidad, está haciendo es buscar, de forma deliberada e intencional, una posición de preeminencia frente a otros Estados, empleando para ello unas prácticas abusivas que van más allá, distorsionándolas de forma interesada, de las sanas reglas de competencia que de manera inexcusable deben regir las relaciones entre ellos.
Muestras significativas de este criticable proceder fruto de referida competencia fiscal perniciosa, aunque no las únicas, son, a título de ejemplo:
- La manera de gravar las rentas del capital, manifestación ésta de capacidad económica en especial volátil y susceptible de “deslocalización”, para evitar lo cual no pocos Estados han convenido que lo más idóneo era sujetarlas a menor tributación que al resto de rendimientos, y así lo han hecho mediante el establecimiento de reducidos tipos proporcionales para estas rentas a través del dual income tax, que conduce a una inequitativa forma de trato entre ésta y las otras rentas.
Si bien es cierto que esta afirmación no puede calificarse de concluyente, y que esta forma de proceder estableciendo una tributación más baja para las rentas del capital frente a las del trabajo puede tener también sus ventajas, lo que, a mi juicio, no ofrece duda es que este sistema ha propiciado, ante el hecho incontestable de que los Estados necesitan recursos tributarios, que los mismos se hayan visto obligados, para mantener en un nivel aceptable su recaudación, a incrementar la imposición sobre bases menos móviles, esto es, sobre las rentas del trabajo, extremo que se comprueba de la lectura del documento de la Comisión EuropeaTaxation Trends in the European Union” (2011), en el que se muestra como el trabajo es la principal fuente de recaudación: el 52% del total de ingresos fiscales en 2009, frente al 28% de la imposición sobre el consumo y el 20% de la imposición sobre el capital, en el mismo período.
- Y la práctica seguida por determinados Estados de atraer tejido empresarial sirviéndose para ello, o bien de las oportunas reducciones de tipos de gravamen en los impuestos que gravan la renta de las personas físicas o de las entidades; o bien de la introducción, con este mismo objetivo, de una amplia serie de estímulos, incentivos fiscales y regímenes especiales y preferenciales, establecidos para atraer inversiones financieras y empresariales a sus territorios.
Este proceder implica una alteración del principio de equidad impositiva, y desnaturaliza las figuras impositivas, poniendo en peligro los principios constitucionales de generalidad, capacidad económica e igualdad, generando, al propio tiempo, un atentado a la defensa de los intereses públicos, ya que estas medidas están, en general, dirigidas no a la salvaguarda de intereses generales, sino a garantizar la satisfacción de apetencias más o menos minoritarias, no cumpliéndose, pues, las exigencias requeridas por el TC que, por ejemplo en sus sentencias 37/1987, de 26 de marzo, 186/1993, de 7 de junio, y 96/2002, de 25 de abril, declaró que la desigualdad de trato que entraña una exención o un beneficio fiscal ha de contar con una justificación razonable, ha de ser proporcionada al fin que se persiga por medio de su establecimiento, y, sobre todo, ha de  responder a fines de interés general.
Esta forma de actuar configura, tal como con acierto se señaló en la obra colectiva “La justicia tributaria en España. Informe sobre las relaciones entre la Administración y los contribuyentes y la resolución de conflictos entre ellos” (2005), uno de los más importantes semilleros de desigualdad y privilegios, y desencadena un proceso de degeneración o degradación fiscal de imprevisibles e impredecibles consecuencias, que ya ha conducido, como ha resaltado algún autor, a que cada vez más estemos en presencia no ya de un Estado de derecho fiscal, sino de un mercado de derecho fiscal, al sentirse condicionado el legislador de manera muy intensa por los márgenes de maniobra que le permite el mercado.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

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