viernes, 25 de noviembre de 2011

LA FALACIA DEL PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD TRIBUTARIA

Se aprecia en los últimos tiempos una evidente minusvaloración del principio de progresividad, que ya no es más una cáscara vacía, por haberse ido diluyendo sus exigencias hasta hacerlo irreconocible, como ha apuntado Fabra Valls.
Esto es fácil de comprobar de manera muy simple y sencilla observando, en el seno del ordenamiento tributario español, que dos de los tres principales impuestos del mismo: el IS y el IVA, se rigen por tipos proporcionales, y que el tercer pilar de esa triada: el IRPF, ha abandonado ya la progresividad para el gravamen de las de forma eufemística denominadas “rentas del ahorro”, existiendo, además, en todos ellos, un amplio cúmulo de deducciones y de regímenes especiales que contribuyen también, en buena medida, a atenuar inclusive la misma configuración proporcional.
Cierto es que el principio de progresividad se predica del sistema tributario en su conjunto, no de cada uno de los tributos en particular, por lo que es constitucional que existan impuestos proporcionales.
Sobre ello nada cabe objetar. Es más, comparto la opinión de Tipke de que el principio de capacidad económica no exige la progresividad del gravamen, habiendo ya antes escrito a este respecto Rodríguez Bereijo que el principio de progresividad no tiene suficiente fuerza como para poder afirmar que la tributación proporcional no responde también al principio de capacidad económica.
Y de forma más contundente aún Eisenstein ya había afirmado que todos deberían soportar la misma alícuota tributaria, especificando que si los pobres no deben sufrir peor trato que los ricos, tampoco a los ricos hay que tratarlos peor que a los pobres, sino que todos deben ser gravados de forma similar, tesis que justificó en la obra de Adam Smith Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, de cuya doctrina en materia de cánones o máximas de la imposición se deduce, de forma inequívoca, que el principio de capacidad de pago es sinónimo de imposición proporcional.
La progresividad, sin embargo, goza de buena prensa y de esforzados adalides que la han elevado a los altares con el argumento de que su función es distribuir la carga de forma más equitativa entre los contribuyentes.
Está por justificar, sin embargo, de forma concluyente que así en verdad ocurra, más allá de meros retoques cosméticos, y que se haya conseguido una eficaz redistribución de la riqueza a través de este cauce.
A mi juicio, y aunque se me anatematice por ello -soy consciente, como dijo Ionesco, de que pensar contra la corriente del tiempo es heroico; pero decirlo, es una locura-, más allá de la aparente bondad de este principio de progresividad, disfrazado de solemnes proclamas a favor de la solidaridad, subyace en el fondo la misma  filosofía de siempre: la de que las clases dirigentes, conocedoras de que las leyes siempre necesitan de justificación han tratado siempre, por todos los medios, de satisfacer, o al menos aparentar que lo hacen, las aspiraciones de todo el colectivo social, como han resaltado, entre otros muchos autores, y  desde distintas posiciones ideológicas, Weber, De Jouvenel y Miliband.
Lo propio se ha afirmado, desde la óptica tributaria, por Puviani, con su conocida teoría del continuo afán de las élites dominantes para lograr de los ciudadanos un aumento del “impulso contributivo” (spinta contributiva), y la correlativa disminución del “contraimpulso contributivo” (controspinta contributiva) sirviéndose para ello de las “ilusiones financieras”.
Las mismas tienden a hacer creer a los ciudadanos, para así conseguir su aquiescencia, que el sacrificio que les supone pagar los impuestos se compensa por lo que reciben a través del gasto público, sufragado por dichas élites en mayor medida que nadie, y ello porque han aceptado contribuir a financiar los servicios públicos bajo la modalidad progresiva de tributación, que de forma muy cínica afirman es la mejor –conocedores como son de que disponen de herramientas y de adecuados instrumentos para escapar a  ella-, lo que les permite postular la extensión de esta forma de gravamen al resto de ciudadanos, que van a ser, a la postre, los únicos en verdad incididos por la progresividad.
Y para ello no se duda en alabar y magnificar, para así domeñar las reticencias y recelos que pese a todo se podrían suscitar, las grandes ventajas redistributivas que el acoger este sistema de tributación en forma progresiva conlleva.
Ello constituye otra trampa más, puesto que, como ya indicó con toda claridad BERLIRI, L.V. (1986), el verdadero mecanismo de distribución tiene que estar representado por los precios y los salarios, y no por una política de redistribución de la riqueza a posteriori, a la que este autor dirigió duras palabras, calificándola de inadecuada y antieconómica cuando se utiliza y emplea de forma habitual y generalizada,  al afirmar al respecto:
“Si el mecanismo de los precios y de los salarios ya no funciona bien, es ese mecanismo el que hay que corregir. Adaptarse a una distribución congénitamente desproporcionada, confiando solamente en corregir sus efectos ex post a través de una redistribución permanente, sería una situación tan irracional como la que se produciría cuando un grupo de copropietarios, habiendo advertido un defecto de funcionamiento en el sistema de distribución del agua, adoptaran como remedio permanente el de enviar al portero a recuperar el agua recibida de más por algunos copropietarios para «redistribuirla» a los afectados por el desperfecto.
Tan irracional, pero mucho más difícil y peligrosa sería la redistribución financiera permanente. En efecto, así como puede resultar fácil demostrar a un copropietario que el agua recibida de más por el vecino se debe a un defecto de funcionamiento del mecanismo de distribución, al que es justo poner remedio de un modo o de otro, resulta imposible, en cambio, persuadir a un contribuyente –abstracción hecha de coyunturas temporales y extraordinarias- de que la riqueza que él ha ganado o que su padre ha ganado trabajando honestamente, ahorrando o asumiendo riesgos con pleno respeto de las leyes y de los derechos ajenos, no constituye un mérito y un derecho propio, sino el resultado de un defecto del mecanismo económico de distribución de las rentas de la colectividad, de manera que él está obligado en conciencia a restituirla para que sea asignada a otros”.
En todo caso, se esté o no conforme con lo expuesto, esto es, se admita o se rechace la imposición progresiva, es evidente que la Constitución exige un sistema tributario inspirado en el principio de progresividad.
Ahora bien, si se tiene presente el dato, ya mencionado, de que los principales tributos existentes en España son proporcionales en todo, o en una parte significativa, se me antoja en verdad difícil alcanzar a comprender cómo el sistema pueda llegar a ser progresivo en su conjunto cuando las partes esenciales del mismo, tanto desde la óptica cualitativa como por la recaudación que con ellas se obtiene, no lo son.
Por ello, de nuevo nos volvemos a encontrar con una palmaria contradicción, otra más, entre el mandato de la Constitución que si quiso un sistema progresivo, y lo establecido en las leyes reguladoras de los concretos impuestos de nuestro ordenamiento jurídico, que dispensan escasa estima a dicho principio de progresividad, siendo ello especialmente sangrante en lo que atañe al IRPF, que debiera ser la columna vertebral de la progresividad del sistema tributario, lo cual no sucede en absoluto, ya que es evidente e incontestable, que si bien en este tributo sí existe progresividad la misma se cimenta, en exclusiva, sobre las rentas del trabajo, circunstancia ésta reconocida de forma expresa, además de por muy numerosos autores, por el propio legislador –por ejemplo, en las EM de las Leyes de Renta 48/1985, 18/1991 y 35/2006- y por el TC, que afirmó en su sentencia 146/1994, de 12 de mayo  que “las rentas del trabajo soportan una carga tributaria mayor que las rentas del capital”, pese a lo cual concluyó declarando, de forma sorprendente, que “ello no produce vulneración del principio de igualdad, pues ese diferente trato deriva de la distinta naturaleza de las fuentes productoras de ambos tipos de rentas, que requieren un tratamiento tributario congruente con la peculiaridad que caracteriza a cada uno de ellos”.
Esta situación, se mire como se mire -y sin que constituya ningún consuelo la circunstancia de que ocurra lo mismo en la mayoría de países, en los que también los Impuestos que gravan la renta de las personas físicas se han convertido en tributos que recaen, en esencia, sobre las rentas salariales, que son las que soportan la mayor presión fiscal efectiva- no deja de ser una palmaria y concluyente vulneración de la justicia tributaria reclamada por el art. 31.1 CE, que extiende su exigencia a todos y cada uno de los tributos que conforman el sistema tributario.
A la vista de esto: “¿Qué queda de la exigencia de ese “sistema tributario justo” al que también se alude en el mismo precepto en el que se hace referencia al principio de progresividad, el art. 31.1CE, si las únicas rentas por él incididas: las del trabajo, son precisamente aquellas que teóricamente debieran recibir una mayor protección?. En mi opinión bien poco”.
Por ello, y como ha escrito Navas Vázquez, “no parece ajustado a la realidad afirmar que el sistema tributario vigente en nuestro país ordene la contribución en función de la igualdad, ni de la riqueza, ni, por último, en función de ninguna progresividad”, ni que, centrándonos en el IRPF, se pueda seguir sosteniendo, a modo de cliché, que este impuesto es el que mejor sirve a la consecución de la justicia tributaria, ya que ello está lejos de suceder en los momentos presentes, puesto que, como bien han señalado Bustos Gisbert y Artés Caselles, la vigente regulación de este impuesto genera efectos difícilmente compatibles con la idea de equidad, entre otros motivos por la carga distinta que reciben personas con un mismo nivel de ingreso, pero diferente composición en cuanto a las fuentes de los mismos.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

1 comentario:

  1. Que tal, en estos momentos me encuentro realizando mi tesis en Derecho Fiscal, y me ha interesado tratar el Principio de Progresividad, en donde a partir de éste, defiendo la siguiente postura: "A partir de dicho principio, el Mínimo de Subsistencia de una persona lo puede dejar exento del pago de un impuesto indirecto como el IVA", pero aunque he observado que para muchos el cálculo de
    dicha Variable (Mínimo de Subsistencia) es complicado si no imposible, sostengo que éste Mínimo debe ser variable fija de fórmula para el establecimiento de un impuesto.

    Espero no estar volando en ideas, y pido humildemente su consejo ante esta hipótesis.

    De antemano le agradezco y quedo a usted

    Lic. Joel Vargas A.
    Xalapa, Ver., México

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