miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL CONTROL DEL GASTO PÚBLICO POR EL TRIBUNAL DE CUENTAS

La idea de control cobra mayor importancia según el volumen y entidad de la actividad que sea objeto del mismo, y por ello en nuestros días, más que nunca, ocupa un lugar destacado en los cimientos básicos de la ordenación jurídico político económica de una comunidad, ya que hemos pasado de un Estado liberal, sustentado en una Hacienda patrimonial y un sistema impositivo neutral, no beligerante y con mínima intervención en la economía,  a un Estado social, que se proyecta en tres direcciones: Estado regulador, Estado proveedor y Estado empresario, y que como consecuencia de ello demanda una Hacienda intervencionista, funcional y adecuada, en definitiva, a un sector público con protagonismo y responsabilidad crecientes en la economía, hasta el punto de que una parte cuantitativamente importante de la actividad financiera se desarrolla en la actualidad a través de la actuación empresarial de los entes integrantes del sector público.
Por ello el control económico financiero y contable es esencial para la Hacienda Pública –como se ha señalado por la doctrina, el control es inherente a la actividad financiera, es su reflejo, su reverso, no siendo posible acuñar una respetada gestión de los fondos públicos sin que el anverso de su buena administración cuente con el reverso de su puntual y escrupulosa fiscalización y control-, pues todo cuanto contribuya, como él, a reforzar las garantías en el empleo de los gastos públicos viene, en definitiva, a fundamentar la actuación de los poderes públicos en cuanto detractores de riquezas individuales, y sólo de esa manera puede considerarse al Derecho financiero, en su conjunto, como un elemento de solidaridad y un factor de cohesión de la estructura social.
Los controles administrativos, contables y jurisdiccionales no son, en suma, sino los medios a través de los cuales se garantiza el derecho de los ciudadanos a que el dinero público se aplique a fines públicos.
Es preciso tener en cuenta a este respecto que uno de los principios esenciales de la moderna Hacienda Pública es el principio de justicia financiera, que no es más que una abstracción de los principios de justicia inspiradores de las normas encauzadas a obtener ingresos públicos y de los principios de justicia en que debe basarse el gasto público.
Estos últimos, en contraposición a los primeros,  han estado sumidos tradicionalmente en un evidente abandono con el grave defecto que ello comporta, ya que parece claro que la justicia tributaria no tiene sentido alguno si no está asegurada la justicia financiera. 
Esta orientación tiende, por fortuna, a superarse en la actualidad, buscándose en su lugar una visión sustancial del Derecho financiero en su conjunto, en su globalidad, cuyo principal objetivo es intentar conseguir que aquél ni quede circunscrito meramente al Derecho tributario, ni tampoco a las formas de manifestación del fenómeno jurídico-financiero, sino que, por el contrario, se abarquen dentro de esta disciplina todas las manifestaciones de dicho fenómeno: ingresos y gastos públicos, y control de éstos, y también la investigación y el análisis de los principios de justicia material contenidos o realizados en las normas, idea que afortunadamente se consagró en el art. 31.2 CE.
En él se señala que el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía, siendo en este precepto en el que se recogió por vez primera en un texto constitucional español el principio de justicia material en la vertiente del gasto público, hecho destacado por la doctrina que ha resaltado a este respecto que la expresa mención en la Constitución de los principios de equidad, eficiencia y economía del gasto público sirven como soporte para establecer el alcance de otros preceptos, singularmente el relativo al control del gasto público por el Tribunal de Cuentas (TCu), constituyendo el art. 31.2 CE el fundamento constitucional para el desarrollo del control de eficacia y de economía o racionalidad en la programación y ejecución del gasto, además del tradicional control de legalidad.
Desde esta perspectiva el control del gasto público es siempre transcendente en cuanto que es básico y consustancial con el mismo, al fin de garantizar la buena administración de los caudales públicos, yendo su trascendencia más allá del mismo fin, en cuanto que esta garantía resulta, además, incrementada con la oferta de unas reglas de conducta que enmarquen futuras actuaciones de los poderes públicos.
La exigencia del control económico-financiero es fruto de una demanda colectiva real y de un estado de conciencia social evidente, que inquiere los resultados de la aplicación de los fondos públicos, ya que los ciudadanos tienen derecho a que el dinero público se invierta en la mejora de los servicios públicos y a conocer el destino de los tributos que satisfacen, siendo ello más evidente cuanto mayor es la presión fiscal existente, debiendo añadirse que el margen de discrecionalidad con que se ha dotado a la Administración para la orientación y ordenación de la economía, unido a la incidencia permanente y constante de las funciones de la Administración en los derechos e intereses de amplios sectores de la población, hace necesario e imprescindible mencionado control de la actividad económico-financiera.
Dicho control es una manifestación evidente del principio de primacía del interés público, primacía que se traduce en un conjunto de normas jurídicas que sitúan a la Administración en posición exorbitante por las potestades y garantías que se le otorgan y por los controles y límites a que está sometida en su actuación; habiéndose afirmado igualmente que el control es el conjunto de medidas y dispositivos adoptados por el ordenamiento para asegurar en un grado más o menos amplio la legitimidad, regularidad o incluso conveniencia de la actividad financiera desarrollada por los Entes públicos, o por los particulares que manejen fondos públicos, de tal suerte que el dinero público, obtenido coactivamente con el sacrificio de los contribuyentes, sea usado sólo en la forma prevista por el ordenamiento jurídico y para los fines institucionales que haya que cumplir en cada momento histórico.
El control en materia económico-financiera se puede dividir, esencialmente, en control interno y control externo, siendo el primero el que se ejerce por órganos de la propia Administración y respecto de ella misma, mientras que el externo es el que se lleva a cabo por órganos independientes de la Administración, clasificación esta que es fundamental porque la naturaleza del órgano controlador determina el tipo y las características básicas del control que se realice.
De estas dos modalidades la única que en verdad se puede denominar como propiamente controladora es la del control externo, ya que el interno, aunque de forma habitual se le califique de tal, no es, en realidad, una forma de control, sino más bien una contribución adicional al perfeccionamiento y rigor jurídico del acto supervisado, y ello porque en buena técnica jurídica la actividad de control, para ser tal, exige ser ejercida por un sujeto ajeno al controlado.
Si el manejo de los fondos públicos ha de ser controlado, y no parece, que pueda ser de otra forma, no basta con el control interno proporcionado por la propia Administración.  En este contexto, la existencia de un órgano ajeno y externo a la propia Administración, que se pronuncie sobre la acomodación del gasto público al ordenamiento jurídico, es una necesidad insoslayable.
En España este control externo se lleva a cabo por el ya referido TCu, cuyo fundamento racional justificador puede ser reconducido a un principio general del Derecho en el sentido estricto de la expresión, inmanente a la naturaleza de la institución, que podría válidamente enunciarse como aquel que impone a todo administrador de bienes ajenos la rendición de cuentas de su gestión.
Se establece el mismo en el art. 136 CE, en el que se señala que el TCu es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público, reiterándose lo mismo en el art. 1.1 de la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas (LOTCu), que añade que ello es sin prejuicio de su propia jurisdicción, de donde resulta que el mismo tiene asignadas dos funciones, como de forma expresa se remarca en el art. 2 de dicha LOTCu, en el que se afirma que son misiones propias de este órgano: a) la fiscalización externa, permanente y consuntivo de la actividad económico-financiera del sector público, y b) el enjuiciamiento de la responsabilidad contable en que incurran quienes tengan a su cargo el manejo de caudales o efectos públicos.
Ambas funciones aparecen en la Ley claramente diferenciadas, tal como bien se afirmó en la STC 187/1988, de 17 de octubre, en la que se declaró que la actividad fiscalizadora se centra en el examen y comprobación de la actividad económico-financiera del sector público desde el punto de vista de los principios de legalidad, eficacia y economía, y el resultado de la misma se recoge en los Informes o Memorias anuales que el TCu debe remitir a las Cortes Generales, en los que propondrá las medidas a adoptar, en su caso, para la mejora de la gestión económico-financiera del sector público, y hará constar cuantas infracciones, abusos o prácticas irregulares haya observado, con indicación de la responsabilidad en que, a su juicio, se hubiera incurrido y de las medidas para exigirla.
El enjuiciamiento contable, por el contrario, aparece configurado como una actividad de naturaleza jurisdiccional. La LOTCu, utilizando la expresión contenida en el art. 136.2 CE, califica al enjuiciamiento contable de «jurisdicción propia» del TCu, atribuyéndole las notas de «necesaria e improrrogable, exclusiva y plena», al mismo tiempo que garantiza la independencia e inamovilidad de sus miembros disponiendo, en concordancia también con lo establecido en mencionado precepto constitucional, que estarán sujetos a las mismas causas de incapacidad, incompatibilidad y prohibiciones fijadas para los Jueces en la LOPJ.
Como bien ha escrito PALAO TABOADA la pervivencia de esta última función del TCu constituye un claro anacronismo, un residuo del Ancien Régime en el que órganos administrativos desempeñaban competencias jurisdiccionales, como es el caso señaladamente del Consejo de Estado francés y, siguiendo su modelo, del italiano. Sin embargo, en un sistema de jurisdicción contenciosa plenamente judicializado como el español, la función de enjuiciamiento contable de este Tribunal es una pieza que tiene difícil encaje en el sistema, por lo que lo más oportuno sería suprimir tal función jurisdiccional, lo cual tendría la ventaja de permitir que este órgano concentrase sus recursos en la que constituye su función esencial, que es la fiscalización financiera del sector público.
Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

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