miércoles, 23 de noviembre de 2011

LOS TRIBUTOS AMBIENTALES

El fuerte desarrollo industrial producido en los países más avanzados ha provocado un deterioro de la naturaleza, y ello ha originado, como contrapartida, el nacimiento de una cultura ecológica, que de forma paulatina ha ido acomodándose en los textos normativos, sobre todo a partir de los años setenta, en los que se promulgaron diversas Constituciones que recogen esta preocupación, como, por ejemplo, la griega de 1975, la portuguesa de 1976, y la nuestra de 1978.

En Alemania la protección del medio ambiente también se introdujo, en la misma fecha, en las Constituciones de los Länder, siendo los Tratados de Unificación (1990) donde ya se recoge el clásico principio “quien contamina paga”, que recuerda viejas formulaciones populares de principios intuitivos de justicia (“el que la hace la paga”), y la Ley de Reforma Constitucional de 27 octubre 1994 introdujo la protección del medio ambiente en el art. 20 de su Norma Fundamental.

En la Unión Europea, esta preocupación también se ha hecho patente, y así ya en el Acta Única Europea de 1986 se atribuyeron a las instituciones comunitarias competencias expresas en materia de medio ambiente; reforzándose esta atribución competencial por el Tratado de Maastricht de 1992, y, sobre todo, por el Tratado de Ámsterdam de 1997, que consagró como objetivo comunitario el fomentar “un alto nivel de protección y de mejora de la calidad del medio ambiente”, reforzando las facultades de los Estados miembros para establecer medidas de protección ambiental más amplias que los niveles fijados en las normas armonizadoras.

Ello conlleva que los poderes públicos hayan asumido como uno de sus objetivos fundamentales la preservación y protección del medio ambiente, y en este sentido es paradigmático el art. 45 CE, que establece sanciones penales y administrativas para las conductas que atenten contra el mismo.

Nada se dice en este precepto de la posibilidad de emplear para estos menesteres el instrumento tributario. Ahora bien, lo cierto es que el mismo si se usa con esta finalidad, y ello basándose en la moderna utilización del sistema tributario con finalidades extrafiscales.

Una de las características más destacadas del Estado actual en los países avanzados es el abandono de los postulados y principios liberales, que preconizaban una separación del Estado y la sociedad, para acoger en su lugar el criterio de la plena interrelación entre ambas esferas, abandonándose así la anterior inhibición del Estado frente a los problemas económicos y sociales.

La quiebra de este orden liberal se manifestó básicamente tras la crisis de 1929, momento a partir del cual quedaron al descubierto los débiles argumentos en que se apoyaban los sostenedores del Estado liberal, hasta el extremo de que ya KEYNES propuso en 1936 el abandono del laissez faire, para acoger una nueva teoría que otorgó un importante papel al Estado como agente del proceso económico, a la par que como corrector de las desigualdades de toda índole, lo cual se refleja en el art. 9º.2 CE.

En este favorable caldo de cultivo es donde empezó a fraguarse la idea de que el sistema tributario podía eficazmente coadyuvar a la consecución de tales fines. Y, a partir de ello, es inviable seguir sosteniendo, como antes se hacía, que los impuestos tengan como única función la recaudatoria, sino que junto a ella tienen que intentar conseguir también, en concurso con otros instrumentos, la realización de los fines del ordenamiento constitucional, razón por la que uno de los aspectos esenciales de la actividad tributaria moderna sea el extrafiscal.

Todo ello ha conllevado que la actividad impositiva haya pasado a desempeñar un nuevo e importante papel, empezando a surgir por doquier impuestos extrafiscales, que son plenamente legítimos siempre que tengan anclaje adecuado en algún mandato o principio constitucionales.

Y esto es lo que sucede respecto a la tributación ambiental, cuya justificación última se encuentra en citado art. 45 CE, que ha servido para poner en marcha la idea, expresada hace ya tiempo por PIGOU, quien propuso establecer gravámenes para internalizar los costes externos derivados de la contaminación, tesis ésta que ha ido fructificando primero en la doctrina anglosajona, y después, como ya se ha dicho, en las normas, buscándose con ello repercutir el coste de la contaminación sobre el sujeto que la produce.

Cierto es que este precepto no exige, en puridad, el establecimiento de tributos ecológicos, ya que lo fines buscados pueden conseguirse mediante otras medidas. Pero tampoco quedan proscritas las normas tributarias, puesto que, como ya señalé, el tributo es una institución que presenta una particular eficacia para alcanzar el logro de los objetivos queridos por la Constitución, entre ellos, la defensa y conservación de un medio ambiente adecuado.

De ahí que nadie se sorprenda ya por la proliferación de los tributos marcadamente ecológicos, que tienen su acomodo más inmediato, en nuestro ordenamiento jurídico en los sistemas tributarios de las CCAA; ni tampoco causa extrañeza que en tributos de planta clásica se estén introduciendo, de forma incesante, reformas orientadas a salvaguardar ese mismo interés, normalmente disminuyendo la carga tributaria por medio de incentivos y beneficios fiscales para las conductas más respetuosas con el medio ambiente.

Así ocurre en el Impuesto de Sociedades, en el que, por ej., se establece, bajo ciertas condiciones, una deducción en su cuota para las inversiones realizadas por las empresas destinadas a la protección del medio ambiente consistentes en instalaciones que eviten la contaminación atmosférica procedente de instalaciones industriales.

Y así sucede, también, v. gr., con el establecimiento de tipos reducidos para productos menos contaminantes en el Impuesto sobre Hidrocarburos; o en el IVA, en el que se aplica un tipo reducido, entre otros supuestos, a los servicios de recogida y tratamiento de desechos y residuos, limpieza de alcantarillados, desratización, y tratamiento de las aguas residuales.

Y lo propio tiene lugar en el Impuesto local sobre Vehículos de Tracción Mecánica, al permitirse que los Ayuntamientos establezcan una bonificación de hasta  el 75% de su cuota en función de la clase de carburante empleado, y de la incidencia de la combustión de aquel en el medio ambiente.

Clemente Checa González
Catedrático de Derecho financiero y tributario

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